Creo en lo humano
(José María Castillo).
Hace siete años, publiqué un libro titulado La humanización de Dios (Trotta). Poco después publiqué La humanidad de Dios (Trotta). Y algunos meses más tarde, La humanidad de Jesús (Trotta). También he editado, en Desclée de Brouwer, La laicidad del Evangelio, que es una interpretación fundamental del cristianismo, no desde “lo sagrado”, sino desde “lo profano”, ya que, según los evangelios, Jesús mantuvo una relación de intimidad constante y familiar con el Padre-Dios, pero igualmente mantuvo una relación mortalmente conflictiva con el Templo y sus Sacerdotes. Lo que – de entrada – nos viene a decir que Jesús (y, por tanto, el Evangelio) se entienden en la medida en que se toma como punto de partida, no precisamente “lo divino”, sino exactamente “lo humano”. Es decir, para entender el Evangelio (y el Cristianismo), la “religiosidad” se tiene que entender y vivir de otra manera. Ni más ni menos, como la entendió y la vivió Jesús.
Se comprende, por todo esto, mi creciente interés, mi incontenible preocupación por le fe en lo humano. Y es que la gran paradoja, que aquí descubrimos, consiste en que la mayor dificultad, que arrastramos los mortales, no es la resistencia para creer en “lo divino”, sino la pertinaz dureza y el insistente rechazo para aceptar “lo humano”. Esto, ni más ni menos, es lo que explica por qué tanta gente, si se trata de gente muy religiosa, es ese tipo de persona a la que no le gusta hablar de Jesús, sino que prefiere hablar siempre de Cristo, de Jesucristo, del Señor o incluso de Nuestro Señor Jesucristo. Y es que Jesús es el nombre humano de aquel sencillo artesano galileo de la humilde aldea de Nazaret. Eso nada más. Mientras que Cristo es el título del Mesías Salvador. Un título que se solemniza cuando (además) de él se dice que es el Señor o incluso Nuestro Señor. Aquí, ya no hablamos de lo humano, sino de lo más solemnemente divino. Lo que tanto les gusta a los clérigos en sus sermones. Y no digamos, a los obispos en sus solemnes misas pontificales, cuando parece que los fieles están casi tocando lo divino con sus manos.
Todo esto viene a indicar que aquí nos enfrentamos a un problema muy serio. Voy derechamente al nudo del asunto. En principio, “lo humano” es lo limitado, mientras que “lo divino” es lo que no tiene límite alguno. Por eso los humanos nos sentimos amenazados por tantos miedos. Y por eso también los humanos recurrimos a lo divino como solución a nuestros miedos. De ahí que la tendencia a creer en “lo divino”, y a buscar en “lo divino” la solución a nuestros males, tiene en nosotros raíces más hondas que cualquier posible tendencia a poner nuestra fe y la solución a nuestras limitaciones en “lo humano”.
Pues bien, dado que somos así y así funcionamos en nuestra intimidad inconsciente, los cristianos nos vemos condicionados (sin darnos cuenta de lo que nos pasa) por un factor capital en el que posiblemente quizá nunca hemos pensado. El Dios de nuestra fe es “verdadero Dios” y es también “verdadero hombre”. Lo que quedó formulado en la Definición Dogmática del Concilio de Calcedonia (año 451): nuestro Dios, el Señor Jesucristo, es “Perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad” (DH 301). Pero ocurre que esto se ha de creer de manera que la fe en “lo divino” y en “lo humano” se ha de tener y se ha de vivir, no sólo en cuanto se refiere a la “otra vida”, sino igualmente en todo cuanto afecta también a “esta vida”.
¿Qué quiere decir esto en concreto? El cristianismo hay que vivirlo de manera, que se tiene que aceptar, creer y vivir en su totalidad. O sea, lo mismo para esta vida que para la otra vida. Lo mismo para la tierra que para el cielo. Y esto significa que quien se ve como cristiano, no puede creer en lo divino, sin o no cree en lo humano. Es decir, no puede respetar lo divino, si no respeta igualmente lo humano. Por eso, en la Iglesia, hay tantas cosas que nos indignan y que no podemos aceptar. ¿Por qué, en la Iglesia, se respeta más lo divino que lo humano? ¿Por qué se respeta más el templo que la calle? ¿Por qué se respeta más a ciertos hombres que a ciertas mujeres? ¿Por qué el Derecho Canónico les concede a los clérigos derechos y privilegios que no pueden tener los laicos?
El problema está – me parece a mí – en que, en la Iglesia, hay más Religión que Evangelio. En ella, está más presente y viva la Religión que el Evangelio de Jesús. La teología cristiana tiene que afrontar, de manera urgente, este asunto capital. ¿Por qué las Religiones son factores de tanta violencia precisamente contra seres humanos inocentes? ¿Por qué la Iglesia tiene hoy tan poca presencia en España para poner solución – o aliviar al menos – tantos problemas humanos, al tiempo que los obispos se cuidan esmeradamente de que los gobernantes no les toquen a los privilegios legales y económicos que disfruta la Iglesia?
Los cristianos creemos que, en Jesús (el Dios de los cristianos), “lo divino” y “lo humano” se fundieron de manera ya no se puede separar lo uno de lo otro. Jesús dijo: “El que a vosotros oye, a mí me oye… el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia”. O también: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba en la cárcel y fuisteis a visitarme, era extranjero y me acogisteis”. El que hace esto, es el que cree en “lo divino”. Aceptar el Cristianismo no es básicamente aceptar una Religión. Es aceptar un “proyecto de vida”, una forma de entender la vida, en la que lo central y decisivo, NO ES “LO RELIGIOSO”, SINO “LO HUMANO”.
Empecé diciendo: “Creo en lo humano”. Y termino afirmando humildemente y verdaderamente: “Intento creer en lo humano”.
José María Castillo