Abril 24, 2024

Un testigo para la Iglesia de nuestro tiempo

 Un testigo para la Iglesia de nuestro tiempo

  El padre Arrupe, una de las figuras de la Iglesia postconciliar, inspirador de tantas personas en aquel período tan rico en innovaciones como difícil y denso, fue superior general de los jesuitas desde el año 1965 hasta 1983.  El autor de este artículo quiere esbozar un diagnóstico de aquel hombre y de la Iglesia, de sus principales propuestas de evangelización en los momentos del post Concilio Vaticano II, no tanto con el ánimo de exaltar al personaje cuanto con la intención de que podamos evaluar hasta qué punto sigue siendo válido aquel programa, de manera que podamos re-leerlo con fruto.

 El P. Arrupe fue también muy conocido a nivel de la Iglesia universal por su activa participación en todos los grandes encuentros o asambleas de aquel tiempo: en la última sesión del Concilio Vaticano II, a finales de 1965, poco después de su elección en mayo del mismo año; en los sínodos del postconcilio; conferencias del episcopado latinoamericano; simposios de los obispos africanos, etc. Conocido igualmente por sus intervenciones de todo tipo en torno a las perspectivas de la Iglesia, a la situación religiosa del hombre actual, a la vida de los religiosos y religiosas, a la justicia y el hambre, a la espiritualidad…  Él fue quien introdujo en la vida y la reflexión de la Iglesia el tema de la “inculturación”.

Durante todo aquel período, el P. Arrupe desempeñó el cargo de presidente de la Unión de los Superiores Generales, elegido y reelegido hasta cinco veces. Fue consejero muy escuchado por los responsables de muchas congregaciones, tanto masculinas como femeninas. Hombre comprometido más que cualquier otro con el desafío de la “realización” del Concilio, ese Concilio que supuso un acontecimiento de renovación evangélica radical y que no sería fácilmente recibido por las mentes y los corazones, que iba a necesitar de muchas traducciones y a tropezar con simplificaciones tanto teológicas como pastorales; que estaba, por tanto, necesitado de una profundización espiritual… El P. Arrupe fue un hombre capaz de dar una respuesta a ese desafío.

UNA SITUACIÓN RELIGIOSA DIFÍCIL

En primer lugar, su diagnóstico: ¿cómo veía el P. Arrupe al hombre, el mundo, la Iglesia, al finalizar el Concilio?

Cuando se releen los escritos del P. Arrupe, se nota inmediatamente hasta qué punto fue aquel un tiempo áspero, duro, lleno de ansiedades. Contrariamente al mito del optimismo del Concilio, el Vaticano II no idealizó el mundo de aquel entonces. No hay un texto moderno que muestre una preocupación tan honda por la inquietante situación religiosa del momento como la constitución Gaudium et Spes, sobre todo en sus páginas sobre el ateísmo. El padre (*) Jesuita, profesor en el Centre Sèvres de París. (El P. Calvez fue asistente general de la Compañía de Jesús y estrecho colaborador del P. Arrupe durante 14 años).  Este texto completo fue publicado en la revista Sal Terrae de julio-agosto 1998.

Arrupe estaba igualmente impresionado por la gran desconfianza de aquel tiempo hacia la religión, por la ola hipercrítica que se manifestaba en todas las corrientes de la época: la racionalista, la estructuralista, la marxista, e incluso la existencialista. Todo ello chocaba frontalmente con el cristianismo.

Fue también entonces cuando muchos europeos descubrieron como una novedad el carácter de minoría del cristianismo en sus propios países, allí donde siempre había sido mayoría. En tal contexto, el P. Arrupe describía detenidamente al hombre secularizado, al hombre que cree tener el secreto de la satisfacción de todas las aspiraciones humanas al margen de Dios y de la religión; describía al hombre prometeico -si puede describírsele así- de cara al marxismo que aún se manifestaba triunfante en los encuentros de Salzburgo, Herren Chiemsse, Marianske Lazne, etc. Se necesitaba la fe de hombres como él para entrever, al mismo tiempo, la novedad y una cierta renovación del hombre, una nueva juventud, que aparecía a través de acontecimientos como los que tuvieron lugar en el 68. Para ver también cómo despertaba la Iglesia por obra del Concilio. Cómo despertaba sobre todo en un continente como el latinoamericano, tan abandonado hasta entonces, desde los tiempos de la Independencia a principios del siglo XIX.

Así pues, por un lado secularización y ateísmo -ateísmo, no solamente indiferencia- alimentados entre los pobres por las grandes injusticias sobre todo hacia el tercer mundo. Por otro lado y al mismo tiempo, novedad, renovación, un cierto renacimiento en la humanidad llena de jóvenes (el padre Arrupe era muy consciente de que nunca había habido tantos jóvenes en la humanidad). Tal era su diagnóstico, un diagnóstico que el P. Arrupe expresaba con gran intensidad.

UN PROGRAMA PARA REALIZAR EL CONCILIO

¿Cuál fue el programa, el plan del padre Arrupe?  Me gustaría decir en primer lugar, y hablando en general, que su programa fue el Concilio mismo, nada más. El Concilio en toda su plenitud. Ese Concilio que él no había “hecho” -lo había “hecho” cierto número de obispos y teólogos-, pero que era recibido por él como voz de Dios, como manifestación del Espíritu, con total confianza. Entre los elementos principales que el P. Arrupe recibió del Concilio, hay que señalar lo siguiente:

– Una idea renovada de la misión que habría de llevarse a cabo a través de la inculturación y el diálogo con las religiones no cristianas.

– El diálogo ecuménico.

– La tarea intelectual y teológica en un mundo caracterizado por nuevos problemas, nuevos modos de pensar.

– La dimensión social de la evangelización, dada, como ya he señalado, la importancia de las injusticias en la generación de la increencia.

– El diálogo y la cooperación como método.

Voy a comentar brevemente cada uno de estos puntos.

UNA MISIÓN INCULTURADA

Arrupe era un hombre de la misión tradicional, provenía de ella. Él mismo cuenta muchos errores cometidos en Japón en sus primeras experiencias, a veces ingenuas, de evangelización. El Concilio hizo que las cosas cambiasen, pero él aceptó con gratitud sus declaraciones sobre la libertad religiosa y sobre la salvación de los no cristianos por caminos sólo por Dios conocidos, tal como afirmaba el Concilio. Luchó, no obstante, contra los detractores de la misión, los que proponían una “de-misión”…, si bien le parecía fundamental el hecho de la descolonización.

“No puedo no evangelizar”, decía San Pablo. Lo mismo repetía Arrupe con mucha insistencia. ¿Por qué? Porque nadie está seguro de su salvación y porque todos pueden ser ayudados por el Evangelio. No existe, por tanto, razón alguna para desintensificar el esfuerzo de llevar el Evangelio a nuestros hermanos. A nadie se le puede negar el acceso al Evangelio.

Pero, por otro lado, y en cierto sentido por la misma razón, es necesario inculturar el Evangelio: que no sea extranjero a nadie, que no sea occidental para un japonés, latino para un griego, etc. El campo de las culturas es una tierra rica y fecunda. Tenemos que cuidar el dato, que olvidamos demasiado fácilmente, de que lo que entendemos nosotros como cristianismo es un cristianismo en el que se han incorporado muchos elementos accidentales de culturas particulares -griega, romana, germánica-, no necesariamente universales. Lo que necesitamos es una misión libre de la colonización, no libre del esfuerzo para comunicar el Evangelio. “Inculturación” era además para el P. Arrupe un término válido en relación con la nueva cultura técnico-científica y para la cultura post-técnica, con su particular desarrollo de la afectividad humana y de una nueva sensibilidad, en contraste con nuestra cultura cristiana, excesivamente intelectualizante y jurídica.

EL DIÁLOGO ECUMÉNICO Y EL DIÁLOGO CON LOS NO CREYENTES

El diálogo ecuménico y la tarea de reconciliación y unión de los cristianos tenía una importancia primordial para un hombre que había experimentado el escándalo de la predicación concurrente de misioneros católicos y protestantes.  ¿Quién tiene la razón: el misionero cató1ico o el pastor protestante?, se preguntaban continuamente los japoneses paganos. Además, fiel como era al Concilio, el padre Arrupe entendía que el Vaticano II no había hecho de la meta de la unión ecuménica algo opcional, sino algo que había que realizar cuanto antes, con las necesarias preparaciones, por supuesto. En una ocasión dijo que no le parecía que todos los cristianos se hubieran hecho cargo de esta obligación. Ni tampoco todos los jesuitas. ¿Dónde estaríamos hoy ya si todos, o al menos muchos, nos hubiéramos empeñado seriamente en esta tarea?

Quiero recordar también que el P. Arrupe fue durante todo su generalato el animador de un pequeño grupo mixto de superiores generales católicos y protestantes (luteranos y anglicanos). Se encontraron algunas veces en la Curia generalicia de la Compañía. La tarea de la unión era, según él, una más de las tareas esenciales de la Iglesia en nuestro tiempo, al mismo nivel y tan esencial, podría decirse, como la santificación y la misión evangelizadora. También ella es voluntad de Cristo.

La justificación del diálogo con los no creyentes derivaba para el padre Arrupe de su diagnóstico sobre la situación religiosa del hombre moderno, tan ajeno a la fe y a la religión. Tenía mucho que ver también con su percepción de la cultura y la sensibilidad modernas, tan ajenas al lenguaje y a la sensibilidad tradicionales del cristianismo en general y del catolicismo en particular.

¿Cómo empezar a entender de verdad las aspiraciones del otro? De nuevo estaba aquí el padre Arrupe en sintonía con muchas preocupaciones explícitas del Concilio. En la Gaudium et Spes numerosos 9 y 10, por ejemplo. Todo esto dicho, sin embargo, en contextos nuevos que no siempre corresponden a los tradicionales del cristianismo. Ahí estaba para el P. Arrupe la justificación del gran esfuerzo por encontrarse con los no creyentes y con los indiferentes.

En relación con lo anterior, el P. Arrupe daba también gran importancia a la tarea intelectual, lo más interdisciplinar posible, y en primer lugar a la tarea teológica, tan necesaria para hacer frente a los interrogantes del hombre actual. Insistía mucho en la relación del trabajo teológico con tales interrogantes. A veces adoptaba el punto de vista de algunos latinoamericanos que criticaban la teología europea por centrarse en sí misma, sin relación con los problemas actuales, aunque sabía al mismo tiempo que esto no siempre era verdadero.

LA PROMOCIÓN DE LA JUSTICIA

En el programa del padre Arrupe con respecto a la Iglesia destaca la indispensable dimensión social de la fe, la preocupación por la justicia como elemento esencial del servicio de la fe, de la evangelización. Sin esta dimensión, el cristianismo queda traicionado, manco.

Ya hice notar antes hasta qué punto veía el P. Arrupe en las injusticias la raíz de muchos ateísmos, de muchas indiferencias religiosas. Sin embargo, la reflexión no se paraba ahí. Era el cristianismo como tal el que no podía existir sin su dimensión social.

El padre Arrupe había leído atentamente, y lo citaba con frecuencia, el libro del P. de Lubac (nombrado finalmente cardenal) Catolicismo: los aspectos sociales del dogma, de 1938. En una conferencia titulada “Eucaristía y hambre en el mundo”, pronunciada en el Congreso Eucarístico Mundial de Filadelfia en 1976, dijo: “Si en alguna parte del mundo existe hambre, nuestra celebración eucarística queda, en todas las partes del mundo, de alguna manera incompleta… En la eucaristía recibimos a Cristo que tiene hambre en el mundo. El nos sale al encuentro no solo, sino junto con los pobres, los oprimidos, los hambrientos de la tierra, que a través de él están a la espera de ayuda, de justicia, de amor expresado en acción”. La fraternidad es un aspecto esencial del cristianismo; no hay Cristo sin sus hermanos; no hay Cristo sin su acción para sanar los cuerpos, destruir las barreras (como aquellas de los samaritanos, los publicanos, los demás despreciados, los pecadores y pecadoras tan fácilmente condenados); no hay Cristo sin muchas otras transgresiones de los conformismos, incluso religiosos. Así pensaba el padre Arrupe.

Más aun. Esa esencial fraternidad cristiana trae consigo, para ser efectiva, la lucha contra las injusticias, primer paso siempre de la caridad. No fue el P. Arrupe quien mando escribir el documento de la Congregación General XXXII de la Compañía de Jesús sobre Fe y Justicia. Fue la Congregación misma la que quiso hacerlo y la que lo hizo efectivamente. El P. Arrupe, antes de la aprobación del texto, habló a los congregados para decirles: “Sed conscientes del posible costo de tal compromiso”, costo que tan real se hizo después… El P. Arrupe, sin embargo, con su conciencia de la dimensión social del dogma, del cristianismo, no podía abandonar este camino. Lo que sí es claro es que se daba cuenta de la profunda espiritualidad requerida para esta dimensión de la tarea evangélica. Una espiritualidad “fuerte”, decía él.

Después de la Congregación General XXXII, el P. Arrupe consagró lo mejor de su actividad a presentar los rasgos fundamentales de la misma en sus grandes conferencias o cartas sobre la Disponibilidad, sobre la Misión trinitaria, sobre el Amor y el Fervor -“Enraizados en la caridad”-, la última de estas charlas, menos de seis meses antes del derrame cerebral que le tuvo clavado a la enfermedad durante diez años. Se interesó también en dar algunos elementos en torno al discernimiento social, como en una carta que escribió en 1980 sobre el análisis marxista, o en una conferencia que pronunció sobre la misión obrera.

MIRANDO A LOS DISTINTOS CONTINENTES

¿Cómo veía el P. Arrupe los distintos continentes -Asia, Africa, Europa, América del Sur, América del Norte- a la hora de dar una respuesta a la llamada del Concilio: evangelizar de nuevo al hombre y el mundo?

Es cierto que un hombre con una experiencia como la suya, que había visitado tantos países, que había participado en tantas reuniones, que había tratado con los jesuitas en todos ellos, tenía una percepción muy propia de cada continente.

Arrupe participó igualmente en las asambleas de América Latina, las conferencias de Medellín (1968) y Puebla (1979). Aquí había más tensión, vivida también por el P. Arrupe (¡algunos responsables de la Iglesia quisieron impedir que participase en Puebla!). A un entrevistador que le preguntaba por los rasgos esenciales de América Latina en aquel momento, le respondió: el contexto de violencia, por un lado, difícil y complejo para los apóstoles del amor; el afán de liberación, por otro, reflejado en la teología de la liberación. A esta última la veía como incipiente, aun incierta, necesitada de profundización, pero de una importancia extrema, dada la situación del continente y su historia pasada. Percibía la profundidad de la fe en muchas personas sencillas de los contextos latinoamericanos, a pesar de las deformaciones heredadas de la historia, como la instrumentalización de los santos, etc.

Con su experiencia de Japón, el P. Arrupe conocía bien la distancia entre el Oriente y el cristianismo. Aquí, más que en otras partes, notaba la grave herida de la colonización, dada la riqueza cultural del Oriente. Sabía que esta herida duraría todavía un tiempo. Le parecía, sin embargo, que no existían culturas más capaces que las orientales de encontrarse un día con el cristianismo, del mismo modo que el cristianismo había aparecido como un alma posible para el mundo romano a principios de la era cristiana. El P. Arrupe mantenía como pocos esta confianza, casi hasta profetizar un encuentro que, por cierto, no ha tenido todavía lugar en las dimensiones por él esperadas. Esta predicción, a la que él no ponía fecha, resulta muy notable.

Europa le seguía pareciendo aun esencial, cargada como esta de recursos espirituales. La tierra de Teresa de Jesús, de Juan de la Cruz, de Vicente de Paúl, de Charles de Foucauld, de la Madre Teresa de Calcuta, etc., le parecía todavía capaz de mantener el ardor religioso que había animado a estos santos. Le parecía igualmente que Europa tenía todavía algo que proponer al resto del mundo en lo referente a modelos sociales. Creía, sin embargo, que Europa había perdido momentaneamente la confianza en sí misma, que dudaba demasiado, que padecía una cierta crisis de adaptación. Al mundo le faltaría algo esencial si Europa no saliera de ella.

UNA ESPIRITUALIDAD FUERTE

El último rasgo del programa apostólico que habría que citar es la primacía del diálogo y la cooperación -todo tipo de cooperación posible y con todos- como actitud fundamental, como método. “La Iglesia es diálogo”, había dicho Pablo VI en su encíclica Ecclesiam suam de 1964, que tanto había de influir en el Concilio.

Ya aludí arriba, por otro lado, a la “espiritualidad fuerte” que, según él, se necesitaba para innovar, para arriesgarse como le parecía necesario en aquel momento. El P. Arrupe, en efecto, no fue tanto un hombre de las estructuras, ni de la reforma de las mismas. Si la Compañía de Jesús se reformó profundamente en sus estructuras durante aquellos años, fue más por la iniciativa de sus congregaciones generales que por su superior general. El P. Arrupe trabajó mucho más por la espiritualidad. Era reformador, pero de lo interior, interesado por la estructura interior del cristiano y de todo hombre. Propugnaba una combinación estrecha de desierto, típica de nuestro tiempo, en el que encontrar a Dios solo, a Dios mismo, y de inserción. “Se está perdiendo la fuga mundi“, decían algunos. “No -respondía el P. Arrupe-, se puede vivir una total fuga mundi, una total libertad con respecto al mundo, un desierto, incluso en la más intensa inserción”. Insistía, por otra parte, a los religiosos en que ellos tenían que ser los primeros en vivir la civilización de la frugalidad, absolutamente necesaria para el porvenir de la humanidad.

La espiritualidad del P. Arrupe era la de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Sencillamente así, pero con unas insistencias muy notables. Para él todo radicaba en el hecho trinitario. El hecho trinitario es el hecho del envío del Hijo por el Padre: el Hijo, Jesús, es Enviado, totalmente Enviado. Nosotros, sus discípulos, somos de igual modo enviados por Él y con Él. La clave de toda interpretación de los Ejercicios, anteriores a la espiritualidad completa de la Compañía de Jesús, era para el P. Arrupe la visión de La Storta, que completa la del Cardoner en Manresa: Dios Padre entrega a Ignacio y a sus compañeros a su Hijo para que estén con Él, que carga con la cruz. Por esa razón Abraham, Pablo y Javier fueron sus modelos, según lo expresó una vez: los tres enviados, los tres dejando atrás sus orígenes y partiendo hacia un “país desconocido”, disponibles sin límite alguno.

EL PESO DEL ALMA ES EL AMOR

El P. Arrupe dio todavía un paso más en la caracterización de su espiritualidad al hablar del amor como de una clase de pasión. El Amor es un intercambio total de bienes, y de sí mismos, entre Dios y su Hijo y su Espíritu, muy al lado de nosotros. Había descubierto con inmenso gozo una carta de San Ignacio a Manuel Sánchez, obispo de Targa, un antiguo condiscípulo de París, en la que Ignacio decía: “El peso del alma es el amor”, sin saber probablemente -así lo creía el P. Arrupe- que estaba citando a San Agustín. Esta fórmula era esencial para él. El amor, esencia de Dios, es también esencia del hombre creado a su imagen.

Arrupe no había hablado mucho de este tema anteriormente, porque del amor no se debe hablar mucho, ya que está más allá de toda palabra. Tampoco había hablado anteriormente de su secreto, la devoción al Corazón de Jesús, porque sabía que estaba siendo mal entendida en aquel tiempo. Al final, bien amargo, la reveló. Y no solamente en la conferencia “Arraigados y cimentados en la caridad”, sino también, más tarde -a pocos meses ya de su lesión cerebral-, en una carta sobre Teilhard de Chardin dirigida al Centre Sèvres de París, que celebraba el aniversario de su fundación. El P. Arrupe encontró en Teilhard de Chardin un aliado, por así decirlo. Teilhard había escrito en un texto esencial para él: “Cristo, su corazón: un fuego capaz de penetrarlo todo”. Corazón, fuego… son palabras muy significativas del ardor que puso el padre Arrupe en todo su programa y su actuación postconciliares. Es evidente que, sin esta fuente, todo lo demás tiene una difícil explicación.

Espero que al llegar aquí, y volviendo a la pregunta inicial, el lector se haya empezado a preguntar si todo esto -diagnóstico, programa, y fuente última espiritual- no sigue conservando también hoy toda su vigencia. Muchos sin duda lo habrán advertido ya. Escuchando al P. Arrupe se habrán preguntado si mantenemos hoy aquella misma atención al mundo, sobre todo al mundo interior, cultural, espiritual, al alma del hombre contemporáneo, y si vivimos del mismo incendio y pasión que vivía él. Volver los ojos a él -a su mensaje, a su palabra- nos puede ayudar ciertamente mucho.

Jean-Yves Calvez, S.J.

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