Diciembre 14, 2024

La Política al servicio del Bien Común

 La Política al servicio del Bien Común

Para hablar de política y bien común, nunca como ahora, es necesario volver a reflexionar sobre la información conciliar, que representa la síntesis moderna más esclarecedora en la materia: me refiero a la doctrina expresada en la Gaudium et Spes. El texto conciliar es no sólo un importante documento en la historia bimilenaria de la Iglesia, de atención a la realidad temporal, sino también un punto de referencia de la más viva actualidad, con sus contenidos de fondo y su metodología, válido también para un relanzamiento del magisterio social. En efecto, el Vaticano II, como opinan diferentes y autorizados teólogos e historiadores ha sido un Concilio que ha querido marcar un nuevo principio (Karl Rahner) para todas las actividades de la Iglesia católica, incluida la actividad en el mundo.

La comunidad política realiza su bien bajo la condición de que:

  1. Los ciudadanos y políticos  sean enseñados a vivir virtuosamente, a partir de la virtud de la justicia y de la amistad social.
  2. Se busque y se proyecte la constitución mejor, es decir, el mejor orden administrativo, con el mejor sistema legislativo. Educación y empeño legislativo deben insertarse en un contexto de una continua reflexión filosófica, o sea, de un constante discernimiento y de una frecuente verificación del camino recorrido. En efecto, la esencia de la política puede ponerse en práctica sólo aproximadamente.Diríamos en lenguaje moderno: la política no es una ciencia exacta, no está hecha de dogmas, sino que es un continuo indagar sobre las cosas bellas y justas, que poseen tanta variedad y mutabilidad. Diría Aristóteles: la política es un continuo intento de ponerlas en práctica en lo concreto de la vida de una comunidad.

La relación entre comunidad política, autoridad y bien pertenece también, con diversos fundamentos y finalidades, a la tradición cristiana. Las referencias son muchísimas; me detengo solamente en la lección paulina en la que se afirma que la autoridad  es para tu bien (soi eis tò agathôn). Toda persona, toda comunidad, todo poder proviene de Dios y se vive según su querer. Pero Dios es el bien sumo, por lo cual, todo lo que vine de Él es bien y es para el bien. De esto encontramos miles de testimonios, ya sea en el orden de la creación, ya en el de la Redención, llevada a cabo por Cristo Jesús. Tampoco aquí se quiere decir de ninguna manera que, una vez establecido, una comunidad política va a realizar automáticamente el bien. La historia bíblica conoce diversas infidelidades a este mandato divino, ya sea por el poder ejercido en la comunidad de fe, ya sea en el ejercitado en el ambiente laico. Como en el contexto griego, la comunidad, su poder respectivo serán auténticos solamente en la medida en que todos, líder y seguidores, sean justos, es decir, fieles al querer divino y dispuestos al servicio fraterno.

Las diferentes tradiciones de pensamiento político han añadido al término bien una especificación: común. Entiendo por ello que el poder debe realizar el bien de muchos individuos, o el ben que es común a la multitud que forma una sociedad. Diversa son las concepciones del bien común, como hemos dicho anteriormente. Aquí queremos hacer referencia, en cambio, al hecho de haber sustituido en el contexto actual, la finalidad del bien común por la de la optimización de la utilidad.

La escena política contemporánea, local y/o global, está bastante dominada por la mentalidad liberal y  por el principio de la optimización de los beneficios. En otros términos, muy frecuentemente no es el bien común el que justifica y da sentido a la vida política sino lo es el provecho. Los antiguos llamarían a esta actitud avidez. Es publicitada de mil maneras por las agencias culturales, muchas veces enmascarada por la respetabilidad burguesa, justificada por falsas motivaciones éticas. Nos ha recordado el Papa Francisco: “La crisis actual no es solamente económica y financiera sino que hunde sus raíces en una crisis ética y antropológica. Seguir los ídolos del poder, del provecho del dinero por encima del valor de la persona humana, se ha convertido en norma fundamental de funcionamiento y criterio decisivo de organización. Nos hemos olvidado y nos olvidamos todavía de que por encima de los negocios, de la lógica y de los parámetros de mercado, está el ser humano y hay algo que es debido al hombre en cuanto hombre, en virtud de su dignidad profunda: ofrecerle la posibilidad de vivir dignamente y de participar activamente en el bien común”.

En los que ejercen el poder la tentación de varios ídolos – poder, provecho, dinero – se hace doblemente fuerte. La del dinero es ante todo un factor natural, es decir, tentación común de apegarse a los bienes materiales;  en segundo lugar es reforzada por un modo de concebir el poder y la política, desligados de toda referencia ética, como enseña Machiavello. En esta situación de ausencia ética, el poder es visto en función de enriquecimiento y conservación propia, o como medio para acrecentar los propios intereses, por lo general, materiales, tanto personales como de grupo. Sabemos bien en qué medida a globalización actual está inspirada en su mayor parte por criterios utilitaristas, que determinan con frecuencia una política rehén de los poderes económicos fuertes. En esta situación no sólo se cometen numerosas ignominias, especialmente con perjuicio de los pobres, sino que se consolida una visión de poder, que encuentra su razón de ser únicamente en acrecentar intereses económicos-financieros. No por casualidad Juan Pablo II afirma que el anhelo exclusivo del provecho y, por otra parte, la sed del poder se encuentran en el panorama de hoy indisolublemente unidos, ya predomine el uno y el otro.

Cuando el magisterio católico reclama el paso  necesario de la economía a la política, lo hace en función de un rescate de la política, como lugar e instrumento, con el cual se armoniza y realiza el bien de los individuos y de los grupos. Sólo la vuelta a la política que gobierna los procesos económicos puede garantizar las condiciones que permiten a todos crecer plenamente como personas y como sociedad. En la visión católica el poder está siempre en función del bien común y nunca en vista del aumento de la ganancia. Por otra parte, también donde la ganancia es legítima, esto es, en la correcta actividad financiera, productiva y comercial, no puede jamás  darse ganancia a cualquier precio, sino que debe respetar  un orden preciso: 1.  trabajador  2.  trabajo  3.  Ganancia. El enfoque moderno está, en cambio, con mucha frecuencia  basado en un orden diverso: 1.  ganancia  2. Trabajo  3.  Trabajador.

En él la actividad económica tiene un único motor, la optimización del lucro, por lo cual la estructura de las necesidades queda disimulada en una única necesidad, la de la ganancia. El sistema económico no está ya ideado para la satisfacción de las diversas necesidades humanas, sino fundamentalmente para enriquecerse y esta mentalidad invade, corrompe y desnaturaliza diversos sectores de la comunidad política.

Precisa Benedicto XVI: “El objetivo exclusivo del lucro, si mal producido y sin el bien común, como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y originar pobreza”. Y más adelante añade: “La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más  la lógica mercantil. Aquella tiene como fin la búsqueda del bien común, que responsabilidad  también y sobre todo de la comunidad política.

Hace casi dos siglos que Tocqueville había identificado en esta ansia de lucro la nueva forma, que el despotismo podía asumir en las democracias: “Si intento imaginarme el nuevo aspecto que el despotismo podrá tener en el mundo, veo una muchedumbre innumerable de hombres, atentos sólo a procurarse placeres pequeños y vulgares, con los que satisfacer sus deseos. Cada uno de ellos, manteniéndose aparte, es casi extraño la destino de todos los demás: sus hijos y sus amigos constituyen para él toda la especie humana; en cuanto al resto de sus conciudadanos él está cerca de ellos pero no los ve; los toca pero en modo alguno los siente; vive en sí mismo y para sí mismo y, si le queda todavía una familia se puede decir que ya no tiene patria. Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que solamente se encarga de asegurar sus bienes y de vigilar sobre su suerte”.

No es sólo la descripción de una clase social estadounidense de mediados del siglo dieciocho, es también la fotografía de tantísimos hombres y mujeres contemporáneos, que por una más grande y siempre más grande ganancia económica están dispuestos a sacrificar todo; a sí mismos, el equilibrio psíquico-físico, la integridad moral, el propio honor, las relaciones con familiares y amigos. Don Milani diría que son aquellos muchachos a los que sólo se les ha enseñado a triunfar.

Padres, educadores, políticos, magistrados, directores de consorcios o administraciones públicas, responsables de comunidades de creyentes, de asociaciones o de organismos nacionales o internacionales, líderes de asociaciones y comunidades están llamados a no usar el propio poder para enriquecerse; sino para guardar y emplear honestamente los recursos económicos, según mandato recibido. De otro modo se recae en una terrible e incontrolable espiral de poder y ansia de ganancias, que lleva a la autodestrucción. Lo ha descrito acertadamente William Sakespeare cuando, estableciendo un paralelo instinto del poder e instinto sexual, se expresó en Troilus and Cressida: “Todo se resuelve en el poder, en el poder en egoísmo, el egoísmo en apetito, el apetito, lobo universal, ayudado doblemente por la voluntad y el poder, querrá hacer del orbe entero su presa y al final se devorará a sí mismo”.

Dr. Rocco D’Ambrosio  –  Universidad Gregoriana

Curso de Doctrina Social de la Iglesia  –  Fundación Pablo VI

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