Abril 19, 2024

Notas en torno a Ignacio Ellacuría

 Notas en torno a Ignacio Ellacuría

Fe histórica desde una inteligencia teológica y filosófica

Notas en torno a Ignacio Ellacuría

El 16 de Noviembre de 1989 eran asesinados en la Universidad Centro Americana de El Salvador  -por causa de la guerra civil que azotaba al país – el jesuita, teólogo y filósofo Ignacio Ellacuría, junto a los jesuitas Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín López y López, además de Elba Julia Ramos, responsable de la casa jesuita de la Universidad y su hija Celina. Al cumplirse, hace algunos días, 29 años del asesinato-martirio de Ellacuría y de sus compañeros, quisiera proponer algunas notas en torno a su pensamiento teológico. Dichas notas (porque no pretenden ser un tratado completo) surgen de lecturas en torno a su figura y trabajo epistemológico, y se aúnan en torno al concepto de “fe histórica” comprendido desde una “inteligencia teológica y filosófica”. Está, entonces, la invitación a pensar una teología fundamental en Ellacuría. Nos podemos preguntar: ¿cómo se relaciona la tarea de mirar y comprender la realidad con una teología fundamental en Ellacuría? ¿hay una teología fundamental en Ellacuría? ¿qué significa pensar teológicamente la realidad y reconocer en ella la presencia de Dios?

Ellacuría es reconocido por poseer “un pensamiento volcado sobre la realidad” (Arango y Solano, 2016). Estamos en presencia, por tanto, de un acercamiento encarnatorio a la historia y al mundo. Dios, en Jesús, asumió totalmente la realidad y los cristianos hemos de estar volcados a ella sirviéndola y anunciando el “principio misericordia” (Jon Sobrino) de la praxis teo-lógica. En este estar volcado a la realidad, Ellacuría articula una inteligencia particular que se manifiesta en los siguientes principios: a) “hacerse cargo de la realidad” (dimensión intelectiva); b) “cargar con la realidad” (dimensión ética); c) “encargarse de la realidad” (dimensión de la praxis). En las dimensiones, podemos pensar una teología fundamental que da espacio a la ética (bondad), a la estética (belleza) y a la poética (verdad). La vida de Ellacuría se entiende desde esta racionalidad teológica y filosófica: se compromete con El Salvador, con la educación universitaria del país, con la vida espiritual del pueblo, al que constantemente llama “Pueblo crucificado”, hasta el punto de dar la vida por ese mismo pueblo (martirio en 1989). En Ellacuría pensamiento y praxis van unidos y ambos se entienden complementándose. Con ello se está “actualizando el misterio de la encarnación: hacer nuevas todas las cosas, posibilitar formas de estar en la realidad” (Arango y Solano, 2016).

En la realidad histórica que es discernida a través de las dimensiones antes nombradas, permite reconocer cómo Dios está actuando en ella. En palabras de Ellacuría comprender la “historicidad de la salvación cristiana” (Ellacuría, Historicidad de la salvación cristiana”. La comprensión de esta historicidad, es un elemento coyuntural para Ellacuría. En sus palabras es un punto fundamental “para la comprensión de la fe y para la eficacia de la praxis cristiana, especialmente en el contexto de la situación del Tercer Mundo y más en particular de América Latina”. La historicidad de la salvación, a juicio de Ellacuría, nos coloca en el “problema permanente de la relación entre lo divino y lo humano” (Ellacuría, Historicidad de la salvación cristiana). En el pensamiento teológico de Ellacuría, motivado filosóficamente por pensadores como Xabier Zubiri, se evidencia que no existe un pensamiento de dos planos, el natural y el sobrenatural, el humano y el divino. Dice Ellacuría “desde un principio damos por aceptado que no se dan dos historias, una historia de Dios y una historia de los hombres, una historia sagrada y una historia profana. Más bien lo que se da es una sola realidad histórica en la cual interviene Dios y en la cual interviene el hombre, de modo que no se da la intervención sin que en ella se haga presente de una u otra forma el hombre y no se da la intervención del hombre sin que en ella se haga presente de algún modo Dios” (Ellacuría, Historicidad de la salvación cristiana”.

En esta única historia, la acción de Dios y la acción del ser humano, responden a la distinción a la luz de la Encarnación: sin confusión. La acción humana no es la acción divina y viceversa. Ambas mantienen su autonomía propia pero ambas se interrelacionan. La historia es lugar de Dios y “lugar del pueblo” dice Ellacuría (Historicidad de la salvación cristiana). Podemos pensar cómo otros jesuitas como Karl Rahner han sostenido que es la historia el espacio apropiado donde entran en comunión Dios y el ser humano. La historia de nuestros pueblos nos colocan en la perspectiva del discernimiento de cómo Dios está interviniendo en ella, de pensar cómo sus relatos de vida son un testimonio de la presencia de la gracia, y también como en ella se evidencian situaciones de pecado, deshumanización y violencia. Es más: Ellacuría sostiene que “en esta experiencia y por esta experiencia histórica se revela el nombre de Yahvé” (Ellacuría, Historicidad de la salvación cristiana). La revelación de Dios y la comunión en la fe teologal, como respuesta del ser humano a dicha revelación, constituyen el corazón mismo de una teología fundamental, que toma connotaciones históricas, políticas, culturales y sociales. Y, por dicha comunión, Dios invita al ser humano a vivir su vida, y a gozar del bienestar (gracia) pero también reconocer la falta de humanidad en esa misma historia. Hasta aquí tenemos lo siguiente, y nos hacemos eco de las palabras de Arango y Solano: “si algo está claro en el pensamiento teológico ellacuriano es su doble constitución: la realidad histórica, que a manera de principio dinámico orienta la pregunta por el sentido de una soteriología en la realidad histórica; y la soteriología, realidad sobre la cual debe girar toda teología, entendida como la posibilidad de un Dios que salva en la historia de los hombres” (Arango y Solano, 2016).

Una última mirada, esta vez desde la dimensión del “encargarse de la realidad”. Uno de los conceptos más queridos por Ellacuría es el de “pueblo crucificado”. Dice Ellacuría: “para comprender lo que es el pueblo de Dios, importa mucho volver los ojos sobre la realidad que nos rodea, sobre la realidad de nuestro mundo” (Ellacuría, El pueblo crucificado). ¿Cuál es la importancia teológica de la humanidad sufriente?, se pregunta Ignacio Ellacuría. Podríamos parafrasear la pregunta diciendo ¿de qué manera hacer teología considerando el dolor y el sufrimiento de tantas vidas humanas? El criterio de reflexión teológica para Ellacuría, y en este ámbito concreto, es el Jesús crucificado que está unido indisociablemente al pueblo crucificado. Ahora, si los cristianos creemos que Dios es un Dios de vivos y no de muertos y que resucitó a Jesucristo, identificándose con ello con el hombre muerto injustamente por poderes políticos y económico-sociales, es necesario reconocer que ese mismo Dios nos llamada hoy a reconocer cómo existe una multitud de vidas desfiguradas por el pecado social.

Ellacuría dice que el pueblo crucificado está allí, presente, interpelándonos, pero que no se le muestra. En sus palabras, “no tiene publicidad, no se le conoce. Se hace todo lo posible para ocultarlo, para que no perturbe nuestra tranquilidad occidental y burguesa” (Ellacuría, El pueblo crucificado como signo de los tiempos). Podríamos entender esto del “ocultamiento” ideológico de los pueblos crucificados a partir de las categorías que otro filósofo, más contemporáneo, como es Byung-Chul Han nos dice sobre lo “pulido” y lo “no pulido”. Lo “pulido” tiene connotaciones como éxito, status, poder adquisitivo y económico. Lo “no pulido” evoca la muerte, el dolor, la violencia, la pobreza. Esto no es “políticamente correcto” y por eso es mejor esconderlo, que no perturbe. Pero, ¿cómo reconocer, entonces, ese dolor?

Ellacuría le adjudica un valor a la “escucha”. Dice el mártir de El Salvador que es necesario escuchar “realmente la voz de Dios que con gemidos inenarrables o con gritos estentóreos clama por las heridas abiertas de la injusticia universal; la voz de Dios que escucha tanto en los sufrimientos como en las luchas de liberación” (Ellacuría, El pueblo crucificado como signo de los tiempos). Reconocemos la voz de Abel que clama desde la sangre derramada por Caín (Génesis 4,10). La voz de la sangre de las venas abiertas de América Latina y del mundo (Eduardo Galeano) aún clama pidiendo justicia. En Chile, la muerte del líder (comunero) mapuche Camilo Catrillanca en la zona de Araucanía los primeros días de Noviembre de este año, es signo coyuntural de esa vida asesinada. Quizás Ellacuría nos diría hoy: Catrillanca se asoció al crucificado de Nazaret.

Finalmente, hacer la mención de cómo la Iglesia debe trabajar por la liberación de estos crucificados. Ellacuría, con un espíritu de unión con la Iglesia, reconoce que la comunidad cristiana posee un lugar profético en las luchas populares. Dice Ellacuría: “la Iglesia debe ponerse como misión universal histórica hacer volver a los hombres con ojos de misericordia a esa humanidad explotada y masacrada […] quizás salga así de ese corazón abierto humanidad nueva y renazca así una Iglesia más resplandeciente, con menos manchas y arrugas, con mayor ímpetu profético, con mayor semejanza con Jesús muerto por nuestros pecados y matado por los ateos y asesinos de siempre” (Ellacuría, El pueblo crucificado como signo de los tiempos. En tiempos donde experimentamos la desconfianza hacia la Institución Eclesial, los cristianos hemos de crear y recrear constantemente este espíritu profético y utópico que movió a Ellacuría a jugarse la vida por la suerte del pueblo salvadoreño. La fe histórica con ribetes de inteligencia teológica y filosófica, no debe quedarse en lo abstracto o en la teoría, sino que debe encauzarse como praxis de transformación. En esta utopía profética, Ellacuría contempla un indicio del Reino de Dios. Ellacuría a los 29 años de su martirio, signo profético por excelencia, nos anima a buscar una nueva forma de vivir el cristianismo, en vistas a una fe histórica, comprometida, con sentido de pueblo y de justicia en la confesión del Dios liberador.

Juan Pablo Espinosa Arce  –  Académico Facultad de Teología

Pontificia Universidad Católica de Chile

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