A favor del sacerdocio de las mujeres
‘El bien del hombre y de la mujer son interdependientes. Ambos quedarán lesionados si, en una comunidad, uno de ellos no puede contribuir con toda la medida de sus posibilidades. La Iglesia quedaría herida en su cuerpo orgánico si no diese cabida a la mujer dentro de sus instituciones eclesiales’ (A. van Eyde /Die Frau im Kirchenamt, 1967).
En primer lugar, hay que recordar que hay un solo sacerdocio en la Iglesia, el de Cristo. Los que vienen bajo el nombre de ‘sacerdote’, son sólo figuras y representantes del único sacerdocio de Cristo. Su función no puede ser reducida, como sostiene la argumentación oficial, al poder de consagrar. Se puede decir que toda la vida de Cristo es sacerdotal: se presentó como un ser-para-otros, defendió a los más vulnerables, también a las mujeres, predicó fraternidad, reconciliación, amor incondicional y perdón. No se muestra sacerdote sólo en la Última Cena, sino en toda su vida, es decir: fue un creador de puentes y de reconciliación.
La función del sacerdote ministerial no es acumular todos los servicios, sino coordinarlos, para que todos sirvan a la comunidad. Por el hecho de presidir la comunidad, preside también la eucaristía. Este servicio (que San Pablo llama ‘carisma’, y son muchos) puede muy bien ser ejercido por las mujeres como se muestra en las iglesias no romano-católicas y en las comunidades eclesiales de base.
Y habría razones de las más convenientes que fundamentan tal ministerio por parte de las mujeres.
En primer lugar, la primera Persona divina en venir al mundo fue el Espíritu Santo, que asumió a María para engendrar en su seno a la segunda Persona, el Hijo encarnado, Jesucristo. El Hijo sólo vino después del ‘fiat’ (el sí) de María.
Seguían a Jesús no sólo apóstoles y discípulos, sino también muchas mujeres que le garantizaban la infraestructura. Ellas nunca traicionaron a Jesús, lo cual no se puede decir de los Apóstoles, especialmente del más importante de ellos, Pedro. Después de la prisión y la crucifixión, todos huyeron. Ellas se quedaron al pie de la cruz.
Fueron ellas las que primero, en una actitud genuinamente femenina, acudieron al sepulcro para ungir el cuerpo del Crucificado. El mayor acontecimiento de la fe cristiana, la resurrección de Jesús, fue testimoniado en primer lugar por una mujer, María Magdalena, hasta el punto de que S. Bernardo dijese que ella fue ‘apóstol‘ para los Apóstoles.
Si una mujer, María, pudo dar a luz a Jesús, su hijo, ¿cómo no va a poder representarlo sacramentalmente en la comunidad? Aquí hay una contradicción flagrante, sólo comprensible en el marco de una Iglesia patriarcal, machista y compuesta de célibes en el cuerpo de dirección y de animación de la fe.
Lógicamente, el sacerdocio femenino no puede ser una reproducción del masculino. Sería una aberración si así fuera. Debe ser un sacerdocio singular, según el modo de ser de la mujer, con todo lo que denota su feminidad en el plano ontológico, psicológico, sociológico y biológico. No será la sustituta del sacerdote. Realizará el sacerdocio a su propio modo.
Vendrán tiempos en los que la Iglesia romano-católica acomodará su paso al del movimiento feminista mundial y con el del propio mundo, hacia una integración del ‘animus’ y del ‘anima’ para el enriquecimiento humano y de la propia Iglesia.
Estamos a favor del sacerdocio de las mujeres dentro de la Iglesia romano-católica, escogidas y preparadas a partir de las comunidades de fe. Corresponde a ellas darle una configuración específica, diferente de la de los varones.
Leonardo Boff