Jeanette Jara y el humanismo cristiano

Estos días se trata de instalar un alarmismo impostado, fingido y calculado, en torno al apoyo de la Democracia Cristiana a la candidatura de Jeanette Jara. Lo único que revela es la desconexión fundamental entre ciertos observadores y la esencia ideológica del humanismo cristiano.
Lejos de ser una traición a sus principios, el respaldo de la DC a políticas que buscan mayor equidad y solidaridad, como las promovidas por Jara, debe interpretarse como la plena coherencia con su trayectoria y pensamiento. Esta doctrina, históricamente crítica con el capitalismo y defensora de la dignidad humana y el bien común por encima de la lógica de mercado, encuentra en la figura de la ministra Jara y sus propuestas un terreno común para avanzar en la reconstrucción del tejido humano, desafiando así la mercantilización de la vida y la profundización de las desigualdades que el humanismo cristiano condena.
El capitalismo contemporáneo tiene una faceta poco explorada: su asombrosa capacidad para desfigurar no solo las economías, sino el alma misma de las sociedades. Por eso la crítica a este sistema debe ir más allá de la redistribución de la riqueza o la explotación material, en la lógica marxista; se debe adentrar en lo que podríamos llamar una devastación antropológica. Hablamos de la erosión sistemática de los lazos humanos, los significados compartidos y los cimientos espirituales y culturales que sostienen nuestra vida en común. Ante este panorama, es urgente reflexionar sobre la incompatibilidad radical entre el capitalismo y el humanismo cristiano. Este último, lejos de ser una reliquia del pasado, es una fuerza social y cultural viva, capaz de ofrecer resistencia y esperanza en medio de un naufragio civilizatorio.
El capitalismo, en su fase actual, hace mucho más que producir bienes y servicios. También fabrica subjetividades, deseos y estilos de vida. Impulsa el antinatalismo bajo el disfraz de liberación individual, mercantiliza los afectos, fomenta la soledad como condición para el consumo y aniquila todo lo que no se subordina a su lógica acumulativa. Es un sistema que transforma todo deseo en un instinto programado de compra, neutralizando así el poder transformador del amor, la solidaridad y el cuidado.
En este contexto, el humanismo cristiano emerge como una anomalía. Desafía toda lógica mercantil al afirmar la dignidad incondicional de la persona humana, no como una unidad de producción o consumo, sino como portadora de una vocación trascendente. Defiende las familias, no como meras unidades tributarias, sino como el espacio primario de comunión y gratuidad. Sostiene el trabajo como participación en la creación, y no como una simple mercancía transable. Y, por encima de todo, antepone la centralidad del otro -del prójimo, del pobre, del migrante, del descartado- a la lógica del rendimiento y la exclusión.
Por tanto, no podemos seguir sosteniendo -como hacen algunas corrientes que se dicen cristianas- que es posible una armonía entre el Evangelio y el capitalismo. Esa reconciliación es un autoengaño o, peor aún, una traición. El cristianismo primitivo lo comprendió con absoluta claridad: “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Si el capitalismo exige la renuncia a la comunidad, al sentido, al tiempo compartido y a la gratuidad, entonces es, estructuralmente, incompatible con un auténtico proyecto humanista cristiano.
Pero esta crítica no debe quedarse en la melancolía. Frente a la devastación capitalista, necesitamos la convergencia de diversas tradiciones políticas que compartan una preocupación común por el ser humano y la vida en comunidad. El humanismo cristiano, el socialismo democrático, el ecologismo y el indudable acervo institucionalista del comunismo chileno pueden -y deben- unirse en una tarea común: reconstruir el tejido humano roto por la lógica del capital.
Esta confluencia no debe temer a las diferencias doctrinales o filosóficas. Lo esencial es el reconocimiento de una amenaza común: una estructura que destruye las familias, la espiritualidad, la naturaleza y la comunidad. La tarea es tan urgente como compleja: se trata de imaginar otra forma de habitar el mundo, de rescatar lo sagrado de la vida frente a la banalidad del consumo, de restituir el valor de la gratuidad frente a la dictadura del cálculo. En resumen, se trata de volver a colocar al ser humano en el centro, no como un ideal abstracto, sino a través de la práctica concreta de la hospitalidad, la justicia y la ternura.
En este desafío, el humanismo cristiano tiene mucho que aportar. Pero solo si renuncia a ser una coartada para un orden injusto y decide ser fermento de una humanidad reconciliada. Porque no se trata de creer en Dios, sino de oponerse con coherencia a todo lo que niega su imagen en cada persona. Y eso, hoy más que nunca, exige poner coto a la lógica implacable de la mercantilización de la humanidad.
Alvaro Ramis / Doctor en Ética y Democracia – U. de Valencia