Las angustias cristianas / Paul Buchet

Las críticas que suscitaron algunas homilías de los jerarcas de la Iglesia en los últimos “Te Deum”, los silencios del Vaticano frente a los reclamos repetitivos de los cristianos de Osorno respecto al Obispo que les impusieron, los cuestionamientos acerca de las inversiones financieras y las exenciones de impuestos de las instituciones eclesiales siguen haciendo noticias en el país.
Quienes minimizan estas críticas declaran que son cosas de zurdos, de anarquistas o de malos cristianos, pero se equivocan porque estas reacciones revelan que existe un mudo pero profundo malestar en toda la cristiandad. Hoy día, la mayoría de los cristianos se siente incómoda en su fe. Es una realidad patente.
La decadencia y el desprestigio principalmente de la religión católica es una situación sufrida íntimamente por los creyentes y también por los menos creyentes. Hablando sinceramente, esta situación es sufrida por todos nosotros laicos o clérigos. Son emociones fuertes difíciles de expresar y más difícil todavía de compartir porque cada uno se reserva lo que cuestiona su fe. Las maneras personales de creer son tan distintas y tan débiles que cada uno se protege reservándose el tema. Una parte importante del pueblo cristiano se ha mantenido en devociones y creencias que no han evolucionado desde el medievo, esta actitud ha sido reforzada por las autoridades religiosas con unos catecismos autoritarios. Los más instruidos, ellos, no soportan este atraso cultural porque la ciencia ha evolucionado. Los estudios de los géneros literarios facilitan una mejor comprensión de la biblia, las ciencias humanas aportan una nueva comprensión del ser humano y las ciencias sociales permiten una modernización de las organizaciones sociales y la Iglesia no es ninguna excepción en eso. Lo cierto es que unos y otros sufren la crisis eclesial actual.
Instalados en la institución milenaria, los jerarcas de la Iglesia y los conservadores expresan su malestar acusando a la cultura actual de todos los vicios que desorientan la feligresía. Pero, en su interior, saben que sus días de grandeza pública pasaron a la historia y temen al futuro.
Las denuncias de abusos sexuales de eclesiásticos, los nombramientos decepcionantes de los obispos, su arribismo, su juego de influencias, sus tomas de posición desacertadas, todo esto provocan un desconcierto general en la cristiandad. Las críticas son repetitivas y los más conservadores pueden pensar que, a la larga, el gran público se va aburrir de esas críticas y se callarán pero, en esto, se equivocan porque no son emociones pasajeras, es un daño a la buena fe de la gente. Es un verdadero drama íntimo porque abre un vacío existencial, una duda de fe. ¿Está Dios con nosotros?
Para los que practican su religión es mortificante ver el envejecimiento de los asistentes a las misas del domingo y duele, particularmente, el ausentismo de la juventud. Es una decepción para las comunidades rurales recibir de visita un diacono que viene a remplazar, como parche, el cura. Es amargo para los pobladores despedir las monjitas que abandonan la escuela local por falta de vocaciones. Es un sufrimiento para los laicos comprometidos aprender del sacerdote que se retiró, del monasterio que se cerró, de la casa de ejercicios que se vendió, de las iglesias y conventos que se cerraron. Duele ver que en las librerías, en los estantes, los libros espirituales y religiosos se remplazaron por libros de autoayuda o de esoterismo. La decepción de los padres es grande cuando constatan que por muchos catecismos y cursos de religiones que tuvieron sus hijos en parroquias y colegios, se alejaron incomprensiblemente de la fe paternal. Es chocante para mucha gente sencilla ver el elitismo de muchos religiosos, la dispersión de los cristianos en grupos diversos y los recuerdos de la Iglesia del pasado más comprometida con una pastoral obrera, con los derechos humanos, y con lo asistencial les profundizan su decepción.
Molesta la mala administración en el Vaticano, la poca transparencia de las finanzas de los obispados y de las parroquias, los lujos injustificados. Escandalizan los negocios de los santuarios y de los sacramentos. Muchos molestares se transforman en rabia a penas contenida. La destrucción de un gran crucifijo en una manifestación estudiantil lo revela.
¿Quién hará la cuenta de las decepciones de los divorciados por la incomprensión de la reglamentación eclesiástica, por la marginación de los homosexuales, por la poca misericordia de l(o)as que abortaron…por el sentimiento de abandono de los enfermos por la poca atención espiritual…?
Los católicos sufrimos mayormente las desavenencias de la Iglesia porque nuestra fe fue particularmente anclada en la institución eclesial. Se llegó a creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y “en” la Iglesia católica cuando se debería haber hecho una diferencia entre Dios y la Institución que es una tarea humana. Muchos se han ahorrado (si se puede decir) los esfuerzos de una relación directa y personal con Dios acomodándose de las creencias y prácticas religiosas institucionales dirigidas por el clero.
Es mortificante también descubrir el distanciamiento de los intelectuales de la Iglesia. La mayoría de los profesionales se han marginado de toda la religiosidad por las fijaciones mentales de los teólogos y moralistas institucionales que no logran asumir los conocimientos científicos y técnicos modernos. En su manera de expresarse, la religión sigue aparentando estar en oposición a los científicos, no se les da lugar, no los respeta, al contrario, los desautoriza como si el proceso de Galileo siguiera actual.
Al nivel cultural existe la misma contrariedad con las instancias religiosas. Estas no pueden todavía asimilar (para sí) el verdadero valor de la participación, de la democracia, de la transparencia, de la igualdad de oportunidades para las mujeres, de la autonomía de las realidades terrestres…. Este desfase deja un vacío espiritual en muchos cristianos que a pesar de haber recibido una educación religiosa privilegiada, dejan lo religioso en suspenso en su vida o se refugian en una postura agnóstica porque no encuentran interlocutores en los ambientes cristianos. Otros, escandalizados por ciertas posturas religiosas absurdas llegan a un ateísmo militante.
Muchos católicos sencillos frente a todo el cuestionamiento de la religión se aferran a algunas devociones personales con algún(a) santo(a). Algunos encuentran sosiego en algún grupo de oración pero todos, en el fondo de su corazón, se preguntan porque sus hijos se interesan poco en casarse, hasta demoran en aceptar bautizar a sus nietos, sufren de ver a algún familiar alejarse de la religión por reconstruir un segundo matrimonio. Estos cuestionamientos duelen al corazón de los cristianos. Un sentimiento de inseguridad contagia a muchos y la tristeza mayor es de preguntarse si su Iglesia, después de siglos de grandeza y de protagonismo no llegará a reducirse a ser como cualquier secta religiosa de las muchas que existen.
A la mayoría de los obispos conservadores en la Iglesia, poco les parece importar esta angustia de nuestros contemporáneos. Después de haber clasificado el Concilio Vaticano II como documento del pasado, se recluyeron en su atalaya del dogmatismo y del moralismo defendiendo algún tema discutido como la legislación que sanciona los abortos, creen poder mantener así su imagen de autoridad moral. No parece emocionarles mucho que su pastoral diocesana se venga reduciendo drásticamente por la merma de los recursos económicos. El empobrecimiento de la iglesias podría ser benéfico a la larga porque patenta los errores de un dirigismo eclesiástico obsoleto.
Como una luz de esperanza, el Papa Francisco puede sembrar esperanza de un “aggiornamento” de la Iglesia pero las resistencias de la Curia y los ataques solapados de muchos conservadores no logran acallar los temores y las dudas para esperar unos auténticos cambios.
En esta angustia difusa, vale la pena recordar el negro espiritual que tocaba Luis Armstrong en los años sesenta “Nobody Knows the Trouble I’ve Seen” (nadie conoce la angustia que yo siento …). Esta música sigue vigente en muchos eventos de Góspel y expresa muy bien el desamparo y el dolor que produce de la crisis espiritual que tratamos de describir. La canción tiene una letra muy bonita y dice: “Nadie conoce la angustia mía …salvo Jesús!!”.
Al abrir el evangelio para entender y asumir nuestra propia angustia, se pueden descubrir los testimonios de los apóstoles que nos testimonian de la angustia del mismo Jesús en el jardín de los olivos, la noche de su arresto. Este relato nos enseña unas cosas preciosas. La primera es que los apóstoles, al relatar esto, rompieron todos los esquemas respecto a Dios: el Hijo de Dios mismo padece tormentos profundos enfrentando su propia muerte. Esto está fuera de todas las categorías que se tenía de Dios anteriormente. Si no fuera autentico este testimonio ¿Quién podría haber inventado cosa tan contraria a la grandeza de Dios y su poder? Otra cosa: los apóstoles no pudieron vigilar acompañando a Jesús en su agonía, se durmieron. No fue glorioso, de su parte pero los apóstoles fueron honestos de contarlo.
Esto nos invita a asumir nuestras propias angustias porque habiendo Jesús pasado por lo peor, Él nos puede indicar que” las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo” son también las de los cristianos como lo declaraba el Vaticano II. Los cristianos no se ahorran estos sentimientos dolorosos al creer. Es el precio de la fe.
El evangelio nos cuenta que, en ocasiones, Jesús lloró. Lloró por la muerte de su amigo Lázaro. Formó un grupo de discípulos pero también vivió la afectividad tan humana como la de tener amigos: esos tres de Betanía. Nuestros sentimientos de tristeza por perder alguien o algo que nos importa mucho no son ajenos a Dios porque lo ha vivido en carne propia
Jesús, lloró también cuando subieron a Jerusalén. Al ver las construcciones del Templo, lloró porque intuía la destrucción definitiva del templo (que ocurrió en realidad cuarenta años después de su muerte). Conocía el Templo desde niño, su liturgia secular, las afluencias de las peregrinaciones, era el símbolo de la grandeza de su pueblo de Israel, el pueblo que Dios se había escogido y todo esto iba a desaparecer!!
Este relato de Lucas que empieza en 19,41, sigue contándonos la rabia que Jesús tuvo posteriormente entrando en el templo, expulsó a los vendedores del Templo, contó la parábola de los malos viñadores, hizo críticas de los escribas, marcó la diferencia entre la fe ostentosa de los ricos y la humildad de la viuda que aportaba sus ofrendas… y anunció provocativamente la ruina de Jerusalén, la dispersión del pueblo. Para nosotros, estos relatos tienen unas resonancias muy particulares, precisamente cuando nos abrimos a hablar de nuestras emociones por la época difícil que vivimos en la Iglesia.
Por cierto, confiamos en la promesa de Jesús que asegura que estará con su Iglesia hasta el final del mundo. Nos importa la unidad de la Iglesia, su universalidad y su apostolicidad, sufrimos por lo mal que está pasando, pero podemos aprender también que Dios no está atado ni a piedras ni en formas predeterminadas de organización eclesial. Lo mejor de este recuerdo del evangelio, es que nos enseña a atravesar nuestras angustias y a asumir nuestras tristezas para enfrentar con valentía la crisis eclesial de nuestra época.
Que nos sintamos como desterrados y exiliados en relación a nuestra religión o que tengamos la impresión de estar sentados entre ruinas en nuestra colaboración con la Iglesia, el llamado de Dios será siempre para el reforzamiento de nuestra responsabilidad adulta en el creer y también para una profundización de la espiritualidad que falta tanto en nuestra sociedad y en el mundo.
Paul Buchet
Consejo Editorial de Reflexión y Liberación – Chile.
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