Octubre 7, 2024

Francisco nos recuerda que el cristianismo se juega en el amor

 Francisco nos recuerda que el cristianismo se juega en el amor

La mirada del Papa Francisco ante el mundo es típicamente cristiana. Es más, en él advertimos un amor por el mundo y una solicitud por su salvación extraordinarios. En Francisco converge la mejor teología de la creación con una resuelta disposición a la evangelización en tiempos en que el mundo enfrenta una amenaza socio-ambiental apocalíptica.

En este artículo, nos centraremos en aquello que el Papa entiende por mundo y en lo que él considera pastoralmente fundamental en estos momentos de la historia. Su actitud ante la suerte del mundo queda sintetizada en estos términos:

Una auténtica fe -que nunca es cómoda e individualista- siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos (EG 183).

En esta ocasión nos basaremos en Evangelii Gaudium (EG) y Laudado si’ (LS), los dos documentos magisteriales en que Francisco aborda el tema con mayor detención.

Situación del mundo actual

A Francisco le interesa todo lo que afecta al mundo. Nada suyo le es indiferente. Celebra los innumerables progresos científicos y humanos, y la mejoría de la vida humana en muchísimos aspectos. Pero no se deja deslumbrar por estos adelantos. La suya es una preocupación muy honda por lo que está ocurriendo con las personas y el planeta.

Cincuenta años antes Gaudium et spes señaló como característica principal del nuevo período de la humanidad “cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero” (GS 4). En línea con este diagnóstico, Francisco llama la atención sobre el cambio de época, sobre el aumento de la velocidad con que estas transformaciones ocurren y sobre el impacto que tienen en los ritmos de la vida y del trabajo de las personas, y sobre la mucho más lenta evolución biológica.

A todo esto, cree él, debe sumarse que “el problema de que los objetivos de ese cambio veloz y constante no necesariamente se orientan al bien común y a un desarrollo humano, sostenible e integral”, todo lo cual se traduce en “deterioro del mundo y de la calidad de vida de gran parte de la humanidad” (LS 18). Son muchos los que viven precariamente. “El miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad (EG 52).

A propósito de la situación ambiental, no obstante la enorme crisis, hay algunas señales de esperanza. Según el Papa “después de un tiempo de confianza irracional en el progreso y en la capacidad humana, una parte de la sociedad está entrando en una etapa de mayor conciencia. Se advierte una creciente sensibilidad con respecto al ambiente y al cuidado de la naturaleza, y crece una sincera y dolorosa preocupación por lo que está ocurriendo con nuestro planeta” (LS 19).

Esta situación del mundo no es casualidad para Francisco. Tanto los adelantos como la lamentable situación socio-ambiental son consecuencia de la acción humana. El problema del mundo actual es fundamentalmente ético:

Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales (EG 202).

La situación de grave daño y peligro en que se encuentra el planeta y los más pobres es consecuencia del pecado de la humanidad, pero no de ella en el mismo grado. Hay ciertamente personas que son solo víctimas. Los grandes culpables son los más poderosos y los países ricos que a través de la tecnocracia, la liberación de los mercados y la promoción de un crecimiento ilimitado de la economía, ha puesto a la Tierra al borde del abismo. Los principales culpables de estos efectos son “el actual modelo de desarrollo” y “la cultura del descarte” (LS 34). No puede llamarse desarrollo a la causa principal del desastre socio-ambiental.

Urge cambiar el modelo global de desarrollo. Así surgirán nuevos modelos de progreso. “Simplemente se trata de redefinir el progreso. Un desarrollo tecnológico y económico que no deja un mundo mejor y una calidad de vida integralmente superior no puede considerarse progreso (LS 194).

Por otra parte, también es necesaria una nueva cultura, una que cuide el planeta y se evidencie en nuevos estilos de vida. Se necesita una cultura y concepto de desarrollo que hagan caso del clamor de los pobres y de la Tierra. Las situaciones de inequidad planetaria “provocan el gemido de la hermana Tierra, que se une al gemido de los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo” (LS 53).

Todo esto es especialmente penoso porque la Tierra es hermosa. Tal vez ninguna encíclica hasta hoy ha subrayado tanto este aspecto. Dios creó el mundo hermoso. Por lo mismo, Francisco llama la atención sobre la fealdad predominante, la cual es resultado a su vez de decisiones éticamente imputables:

Mirando el mundo advertimos que este nivel de intervención humana, frecuentemente al servicio de las finanzas y del consumismo, hace que la tierra en que vivimos en realidad se vuelva menos rica y bella, cada vez más limitada y gris, mientras al mismo tiempo el desarrollo de la tecnología y de las ofertas de consumo sigue avanzando sin límite. De este modo, parece que pretendiéramos sustituir una belleza irreemplazable e irrecuperable, por otra creada por nosotros (LS 34).

Con esto, no obstante, no debemos desesperar. Dios que recrea incesantemente el mundo persevera en ofrecernos un mundo hermoso. Gracias al Cristo resucitado “cada día en el mundo renace la belleza” (EG 276). En cuestión de belleza, el mismo Jesús nos lleva la delantera. Él invito a los suyos a estar atentos a la belleza que hay en el mundo, él que “estaba en contacto permanente con la naturaleza y le prestaba una atención llena de cariño y asombro” (LS 97). Jesús supo contemplar la hermosura de la creación e invitó a sus discípulos “a reconocer en las cosas un mensaje divino” (LS 97).

No hay que desesperar porque el hombre mismo es capaz de producir cosas valiosas y hermosas, “desde objetos domésticos útiles hasta grandes medios de transporte, puentes, edificios, lugares públicos. También es capaz de producir lo bello y de hacer ‘saltar’ al ser humano inmerso en el mundo material al ámbito de la belleza” (LS 103). Los aviones, los rascacielos, las obras pictóricas y musicales, y tantas otras pueden ser hermosas. En todo esto, en la “intención de belleza del productor técnico y en el contemplador de tal belleza, se da el salto a una cierta plenitud propiamente humana” (LS 103).

Como es posible advertir, Francisco vincula estrechamente lo social y lo ecológico, y la ética y la estética. El Papa, al llamar la atención sobre la situación del mundo, se suma a otras voces: “En muchos lugares del mundo, las ciudades son escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes reclaman libertad, participación, justicia y diversas reivindicaciones que, si no son adecuadamente interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza” (EG 74). Aprecia las nuevas búsquedas espirituales, pero advierte sobre su validez: “más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro” (EG 89). Él recoge una demanda ética, estética y espiritual latente o manifiesta de la humanidad. El mismo mundo clama por ser distinto.

El Papa recoge una inquietud nueva en la historia de la humanidad, a saber, la preocupación de los medios ambientalistas por las futuras generaciones: “¿qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?” (LS 160). Esta pregunta debiera activar en nosotros una atención a lo más profundo, a la orientación del mundo, a su sentido y sus valores. Aún más, esta pregunta obliga a su vez a preguntarse por el sentido último de la realidad:

¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita esta tierra? Por eso, ya no basta decir que debemos preocuparnos por las futuras generaciones. Se requiere advertir que lo que está en juego es nuestra propia dignidad. Somos nosotros los primeros interesados en dejar un planeta habitable para la humanidad que nos sucederá. Es un drama para nosotros mismos, porque esto pone en crisis el sentido del propio paso por esta tierra (LS 160).

En otras palabras, la crisis socio-ambiental actual ha puesto al mundo delante de sí mismo. La situación de muerte global eventual obliga a la humanidad a interrogarse por su razón de ser y, por ende, por el “cómo ser”. Este planteamiento tiene un valor definitivo. Sobre esta base se hace muy pertinente que la Iglesia anuncie el Evangelio. Es en este contexto, a este nivel de experiencia humana y colectiva, que la evangelización y la inculturación encontrarán su relevancia.

Respuesta evangelizadora de la Iglesia.

Planteamiento pastoral fundamental

Ante un mundo que arriesga una pérdida total, pérdida que habrá podido ser consecuencia del pecado, la respuesta de la Iglesia, tal como lo plantea Francisco, ha de ser misericordiosa. No corresponde condenar al mundo. Tampoco desentenderse y apartarse de él. Por el contrario, afirma, “en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan” (EG 271).

Esto que parecerá obvio desde el punto de vista de la concepción de la salvación cristiana, no lo ha sido en la historia de la Iglesia. El Papa acusa el influjo de filosofías dualistas que llevaron al cristianismo a separarse del mundo para, supuestamente apartados de él, condenar su aspecto material y corporal. Dualismos malsanos han tenido un importante influjo en pensadores cristianos a lo largo de la historia.

Lamentablemente la Iglesia se alejó por esta vía del Evangelio. Olvidó que Jesús no fue un “asceta separado del mundo o enemigo de las cosas agradables de la vida” y que vivió “en armonía plena con la creación” (LS 98); “Jesús trabajaba con sus manos, tomando contacto cotidiano con la materia creada por Dios para darle forma con su habilidad de artesano” (LS 98).

Por otra parte, una equivocada antropología cristiana pudo dar pie a una mala comprensión de la relación del ser humano con el mundo. Muchas veces se transmitió “un sueño prometeico de dominio sobre el mundo que provocó la impresión de que el cuidado de la naturaleza es cosa de débiles” (LS 116). La actitud de los cristianos ante el mundo nunca ha debido ser la de quien se pretende adueñarse de él. Antes bien, la de quien se sabe su “administrador responsable” (LS 116).

Muy por el contrario de una fuga mundi, el Papa ha querido lanzar a la Iglesia al mundo a anunciar el Evangelio. “Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios” (EG 176). Dios reinará entre los cristianos allí donde predomine la fraternidad, justicia, paz y dignidad para todos (EG 186). Por esta vía se amará a Dios, no por otra. Su pontificado será recordado por haber querido poner a la “Iglesia en salida”, es decir, yendo al mundo, reconociéndolo y haciéndolo propio. La condición de posibilidad de la evangelización, y bajo este respecto, de la salvación del mundo, depende de un incesante identificarse la Iglesia con el mundo, y particularmente con el mundo sufriente. Lo afirma en estos términos:

La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad (EG 269).

La Iglesia no puede sino correr la suerte del mundo. Tal vez ha faltado en los documentos en comento un reconocimiento abierto del carácter mundano de la misma Iglesia. Todavía en los textos se advierte una separación entre ambos. Pero lo que es de subrayar aquí es que la Iglesia no hará nada por la salvación del mundo si no lo ama. Todo el empeño por ser “Iglesia en salida” tiene otra cara: la de acoger en su seno al mundo al que se va: “la Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (EG 114).

Esta acogida del mundo en la Iglesia e identificación con su futuro es especialmente importante cuando los más pobres quedan a merced de los intereses económicos. Nuestra realidad material y corporal hace de principio de solidaridad básico con toda la creación. De aquí que, por ejemplo, “la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación” (EG 215). Dios nos ha unido al mundo por amor. No viene al caso desentenderse o aprovecharse de él.

El mundo como creación

Esta actitud pastoral misericordiosa del Papa proviene estrictamente de la convicción cristiana de que el mundo es creación de Dios y que Dios lo ha creado por amor. El mundo procede de una decisión divina, no del caos o de la casualidad; el universo no es el resultado de algún acto omnipotente, de una demostración de fuerza o de una autoafirmación. Dios ha creado el mundo por su Palabra y lo ha hecho por amor. Dios ama su mundo. El mundo pertenece a Dios, no puede considerársele un “bien sin dueño” (LS 89). Más precisamente, “el mundo fue creado por las tres Personas como un único principio divino, pero cada una de ellas realiza esta obra común según su propiedad personal” (LS 237).

De aquí que el mundo lleva la impronta de la Trinidad. Si lo que constituye a las personas divinas son las relaciones intratrinitarias, así mismo entre las criaturas prima una trama de relaciones: “las criaturas tienden hacia Dios, y a su vez es propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, de tal modo que en el seno del universo podemos encontrar un sinnúmero de constantes relaciones que se entrelazan secretamente” (LS 240). Las personas, por esto, más crecen en la medida que se relacionan con Dios, con las demás criaturas y entre sí mismas. “Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad” (LS 240). Todos los seres creados compartimos a un mismo Padre, por lo cual “todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde” (LS 89).

Toda la creación lleva la impronta de la Trinidad también en la dirección que el resucitado le ha dado tras su resurrección de entre los muertos. El mundo no existe en su mera condición natural. Cristo le es inherente de un modo invisible pero real, dándole su orientación definitiva:

Una Persona de la Trinidad se insertó en el cosmos creado, corriendo su suerte con él hasta la cruz. Desde el inicio del mundo, pero de modo peculiar a partir de la encarnación, el misterio de Cristo opera de manera oculta en el conjunto de la realidad natural, sin por ello afectar su autonomía (LS 99).

Esto vale en cuanto a la liberación del pecado que arruina el mundo, como del éxito que le corresponde en cuanto nueva creación. Cristo está presente y reina en el mundo:

Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: como la semilla pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol (Mt 13, 31-32), como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (Mt 13, 33), y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña (Mt 13, 24-30), y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez, lucha por florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha resucitado en vano (EG 278).

Esta presencia y acción de Cristo en el mundo hacen de este un “sacramento de comunión” (LS 9). Cada una de las criaturas, incluso las más pequeñas e insignificantes, hacen posible un encuentro con Dios. El mundo, y su transformación por el ser humano, tiene una condición sacramental, por tanto, no puede ser considerado como una realidad meramente profana. Por esta vía el Papa despeja el camino a una secularidad que, en línea con la Encarnación, debiera hacer real el cristianismo, de modo anónimo al menos, como camino de una mayor humanización y de realización escatológica de las demás criaturas. La administración de los sacramentos de la Iglesia, por esto, ya que garantizan la acción de Dios en favor de los cristianos no debiera sacar a las personas del mundo. Ellos, gracias a la asunción de la materialidad, favorecen el encuentro con Dios. Esto es particularmente claro en el caso de la Eucaristía:

En la Eucaristía lo creado encuentra su mayor elevación. La gracia, que tiende a manifestarse de modo sensible, logra una expresión asombrosa cuando Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse comer por su criatura. El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él. En la Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable. Unido al Hijo encarnado, presente en la Eucaristía, todo el cosmos da gracias a Dios. En efecto, la Eucaristía es de por sí un acto de amor cósmico (LS 236).

La Eucaristía y los demás sacramentos no tienen, en línea de máxima, una capacidad de hacer presente a Dios que no tenga el mundo en cuanto tal. Ya que el mundo es creación de Dios, puesto que en él obra Cristo llevándolo a convertirse en una nueva creación, debe considerárselo objeto de contemplación y tratárselo con cuidado. Sin esta actitud los seres humanos harán de él lo que les parezca. El dominador, el consumidor y cualquier explotador se aprovechan del mundo porque son incapaces de maravillarse de él (LS 11). Francisco llama a cultivar una actitud contemplativa atenta a los acontecimientos de la historia, pues a veces de un modo imperceptible, como en el caso de María, puede captarse en ellos lo más importante (EG 288).

Sin embargo, el Papa advierte en contra de algunas sacralizaciones o divinizaciones indebidas de las realidades creadas. Es posible sacralizar la propia cultura, dando así paso al fanatismo religioso (EG 117). Al olvidar que Dios es el creador y que las criaturas no son propiamente divinas, se puede terminar adorando los poderes mundanos, idolatría que conduce directamente a aprovecharse desconsideradamente del mundo. El Papa llama la atención sobre el peor de los ídolos de la época y sobre sus víctimas:

En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del “derrame”, que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando (EG 54).

Afirma más adelante:

El afán de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta (EG 58).

Ante este sistema económico, debe recordarse que Dios es el único dueño del mundo. Si esto no está claro, la humanidad tenderá a imponer en la realidad sus propias leyes e intereses (LS 75). Francisco recuerda que el judeo-cristianismo desmitificó la naturaleza, no para hacer con ella cualquier cosa, sino para hacerse responsable de ella. Hoy debiéramos terminar con “el mito moderno del progreso material sin límites” (LS 78). La persona humana debe imponer límites a su poder sobre la naturaleza. Debe asimismo orientarla y cuidarla.

En todo caso debe tenerse en cuenta que Dios y el hombre han de cooperar en el gobierno del mundo, y que Dios es capaz de sacar bienes de donde solo parece haber males. Muchas deficiencias y sufrimientos del mundo actual pueden consistir en los “dolores de parto” que exigen colaborar en la acción de Dios Padre por llevar adelante a su creación. Esta acción, sin embargo, no se realiza en perjuicio de la libertad humana. Dios respeta la autonomía de las realidades terrenos. Él no interviene en el mundo de un modo directo. Al abstenerse de intervenir en los acontecimientos del mundo, confía en la acción de la humanidad por superarse a sí misma.

El mundo como lugar de experiencias auténticas e inauténticas de Dios

Hemos visto que Francisco subraya la importancia de la contemplación de Dios en la creación, lo cual no autoriza a idolatrar ninguna creatura. El Papa, además, nos precave contra la idolatría que se esconde en la religiosidad y la vida espiritual.

En un mundo individualista como en el que estamos, la vida espiritual de las personas espontáneamente rehúye las mediaciones sociales e institucionales y tiende a expresarse en mediaciones individualistas. Las consecuencias del individualismo espiritual son, en definitiva, deshumanizantes. Son engañosas, porque parecen responder a necesidades muy nobles. Pero alienan a sus devotos, cuando no a sus clientes, y terminan por aislarlos y hacerles olvidar al prójimo y la edificación de un mundo mejor. Por esta vía no se alaba a Dios. El Papa, que repetidas veces advierte de este peligro, afirma:

El aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede expresarse en una falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios (EG 89).

Hoy son de celebrar todos los intentos que se dan en la Iglesia por renovar la vida espiritual: los grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía, etc. La Iglesia, según el Papa, “necesita imperiosamente el pulmón de la oración” (EG 262).

Por cierto, muchos fieles no encuentran en su Iglesia y comunidades más que respuestas administrativas o meras sacramentalizaciones muy insuficientes a sus búsquedas de Dios. Pero, dada la privatización cultural de la vida todas aquellas buenas prácticas religiosas “pueden llevar a los cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad” (EG 162). En los mismos agentes evangelizadores puede advertirse “una acentuación del individualismo, una crisis de identidad y una caída del fervor. Son tres males que se alimentan entre sí” (EG 78). En el cristianismo no hay espacio para la “fugas individualistas”; tampoco para “formas de ‘espiritualidad del bienestar’ sin comunidad”, para “una ‘teología de la prosperidad’ sin compromisos fraternos o …experiencias subjetivas sin rostros, que se reducen a una búsqueda interior inmanentista” (EG 90).

El Papa Francisco nos recuerda que el cristianismo se juega en el amor. Hemos de desconfiar de cualquier mística o propuesta de espiritualidad que no pase por la criba del amor. El cristianismo apuesta que a Dios se le encuentra toda vez que se ama al prójimo y al mundo, y este amor se comprueba en la búsqueda de justicia y de un bien común socio-político. La espiritualidad cristiana auténtica es cuestión de amor:

Una auténtica fe -que nunca es cómoda e individualista- siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos. Si bien “el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política”, la Iglesia «no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Todos los cristianos, también los Pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor (EG 183).

Esto es hoy especialmente relevante. Ante la crisis socio-ambiental, se requieren pequeños gestos de amor entre las personas, pero también acciones civiles y sociales. Urge “construir un mundo mejor” (LS 231). El amor por este mundo requiere buscar las mediaciones políticas, económicas y culturales de un auténtico desarrollo. Este amor social debiera hacer pensar en las “grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad. Cuando alguien reconoce el llamado de Dios a intervenir junto con los demás en estas dinámicas sociales, debe recordar que eso es parte de su espiritualidad, que es ejercicio de la caridad y que de ese modo madura y se santifica” (LS 231).

Nada de esto debe darse por supuesto. El mundo está en peligro. Se requiere una conversión. Esta conversión, a su vez, debiera expresarse en una fraternidad universal con el prójimo y el planeta. Nuestro cristianismo será siempre algo incompleto. En él, sin embargo, nunca debe faltar “la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (EG 195). El Papa propone a Francisco de Asís como el modelo de la espiritualidad fraternal con los pobres y con el cosmos que nuestra época necesita.

Conclusión: Apelación apocalíptica por la salvación del mundo

No hay duda que al Papa le interesa la evangelización de los pobres y la salvación de la Tierra. Desde los tiempos de la crisis nuclear la humanidad no había enfrentado un peligro tan grande (LS 3). La preocupación de Francisco es socio-ambiental. Ha realizado acciones y ha proclamado por todas partes palabras en favor de una opción por los pobres. Su exclamación: “quiero una Iglesia pobre y para los pobres”, despejó todas las dudas sobre la orientación que adquiría su pontificado. Los pobres son las primeras víctimas de la actual catástrofe ambiental. Pero ahora la víctima es toda la humanidad y la vida misma de un planeta que está al borde de la muerte. Dice así:

Parecen advertirse síntomas de un punto de quiebre, a causa de la gran velocidad de los cambios y de la degradación, que se manifiestan tanto en catástrofes naturales regionales como en crisis sociales o incluso financieras, dado que los problemas del mundo no pueden analizarse ni explicarse de forma aislada. Hay regiones que ya están especialmente en riesgo y, más allá de cualquier predicción catastrófica, lo cierto es que el actual sistema mundial es insostenible desde diversos puntos de vista, porque hemos dejado de pensar en los fines de la acción humana (LS 61).

Afirma el Papa más adelante:

Las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad. El ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del medio ambiente ha superado las posibilidades del planeta, de tal manera que el estilo de vida actual, por ser insostenible, sólo puede terminar en catástrofes, como de hecho ya está ocurriendo periódicamente en diversas regiones. La atenuación de los efectos del actual desequilibriodepende de lo que hagamos ahora mismo, sobre todo si pensamos en la responsabilidad que nos atribuirán los que deberán soportar las peores consecuencias (LS 161).

La situación es apocalíptica. Al Papa no le gusta la idea corriente de una predicación apocalíptica que solo sirve para atemorizar. Pero, de hecho, su planteamiento es apocalíptico en el sentido bíblico del término: “El Apocalipsis se refiere a ‘una Buena Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los habitantes de la tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo’ (Ap 14,6)” (EG 22). Su discurso es una apelación dramática sobre un eventual acabo mundi, pero una apelación que, por estar preñada de esperanza, debiera provocar una respuesta activa ahora, justo cuando todavía es tiempo de hacer algo por la Tierra. El peligro es fatal. Nadie puede restarse y dejar que los acontecimientos sigan su curso.

Francisco, al plantear acciones concretas que puedan contrarrestar la injusticia y el caos ecológico, convoca a todas las fuerzas sociales, culturales y religiosas que pueden hacer algo. Las llama al diálogo (cf. índice del Capítulo V de LS). Antes que nada, se requiere “tomar dolorosa conciencia, atrevernos a convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar” (LS 19). El problema es tan grande que atañe a todos y solo puede ser resuelto por todos. Cada cual debe hacer su aporte. El desafío es personal y político.

Jorge Costadoat, S.J

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