¿De dónde sacar esperanza?
En estas columnas la esperanza ha sido un tema frecuente; de hecho, en la pandemia escribí varias columnas sobre la esperanza, y una tenía el mismo título de ésta.
En otra, hace un par de años, decía: “Me ha impresionado, en el último tiempo, conversar con mucha gente que anda “des”; es decir, desilusionados, desanimados, desencantados, desalentados, decepcionados, desmotivados, desmoralizados, desengañados, descorazonados y defraudados. Gente buena y siempre apoyadores, pero que andan con las alas caídas, como que una pandemia de desesperanza los hubiese contagiado. Conversando con unos y otros, cada cual tiene sus motivos para andar medio abatido y con un gran déficit de esperanza”.
Hoy, parece lo mismo, un gran déficit de esperanza. Por cierto, un grupo humano, una sociedad o un país que vive sin esperanza, es incapaz de buscar y construir algún futuro mejor. Todo se vuelve un intento de administrar el declive.
La esperanza tiene dos grandes enemigos -además de otros más pequeños- que son el miedo y el individualismo. El primero paraliza, e impide ponerse en movimiento y buscar algo nuevo y mejor. El segundo, encierra en el egoísmo y la búsqueda de soluciones individuales, matando lo mejor de las personas -el “nosotros”-, las que terminan buscando cómplices para sus mezquinos intereses. Es trágico observar como tantos se vuelven unos cínicos desencantados que se sientan a ver correr los acontecimientos, o se vuelven unos desfachatados oportunistas esperando la próxima ocasión de obtener algún provecho personal.
También sucede que algunos confunden la esperanza con algún estado de ánimo positivo, pero los estados anímicos son transitorios y fugaces, o la confunden con el voluntarismo de apretar los dientes y echarle para adelante contra viento y marea, o la confunden con el optimismo y creen que cualquier cosa es posible, o quizás sobredimensionan sus propios deseos y anhelos poniéndose metas irrealizables, otros simplemente se quedan en esperar que pase algo o que alguien haga algo.
Entonces, ¿de dónde sacar esperanza verdadera y cierta que nos permita sacudirnos de tanto cinismo y corrupción, desencanto y frivolidad?
La sabiduría de los antiguos decía que “ex memoria, spes”; es decir, que la esperanza nace de la memoria, y que sólo podemos construir lo nuevo desde los cimientos de lo que hemos vivido; haciendo memoria de lo que ha ocurrido en nuestras vidas, personalmente y socialmente. Se trata de algo muy sencillo: creo y espero en la bondad y sentido de justicia de los seres humanos, porque he conocido muchas personas que son así; creo y espero en el amor, porque tengo experiencias de amar y sentirme amado; creo y espero en la capacidad de bien de las personas para ir haciendo una vida mejor, porque tengo experiencias de que la colaboración y la solidaridad nos hacen bien a todos. Es lo que aprendimos en la pandemia, pero que quedó olvidado, que “nadie se salva solo” y que hay que construir el “nosotros”.
El viejo Aristóteles decía que la esperanza es “el sueño del hombre despierto”. Es decir, la esperanza supone la lucidez del juicio y el discernimiento de las situaciones, los medios y las circunstancias. Sólo con esa lucidez podemos abrirnos al futuro y buscar lo nuevo, sin ella quedamos encerrados en el subjetivismo de las sensaciones (“siento que…”), o en la fugacidad de los estados anímicos (como son el optimismo o el pesimismo), o en el inútil voluntarismo de ir contra viento y marea repitiendo los mismos errores, o en la apatía del que se queda sentado esperando que pase algo.
Pero aún hay más, y un “más” que para los creyentes es fundamental: la esperanza es un don de Dios que nos comunica la confianza cierta de alcanzar el buen fin de toda nuestra vida, una confianza cierta que se apoya en la fidelidad de Dios a sus promesas. Por eso, “Cristo Jesús, es nuestra esperanza” (1 Tim 1,1) y nos permite avanzar en medio de las tormentas, y colaborar en lo nuevo que nace en toda solidaridad humana, con la certeza de que “nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rom 8, 39).
Como los cristianos estamos llamados a dar razón de nuestra esperanza, es que dentro de poco iniciamos el tiempo de Adviento, un tiempo para renovarnos en la esperanza cierta de que Dios está presente y actuando en nuestras vidas y en nuestro mundo, conduciéndonos a todos a algo nuevo y mejor. Por eso haremos memoria del nacimiento del Señor Jesús, contemplando la permanente fidelidad de Dios a sus promesas; así, en Navidad recibimos el regalo de una esperanza cierta que viene de la memoria y que no defrauda.
Marcos Buvinic – Punta Arenas
La Prensa Austral – Reflexión y Liberación