La exclusión no es signo de comunión

Es posible que la Iglesia crea que puede vincular la tradición ministerial al sexo masculino; pero si ya no puede explicarlo, como muchas generaciones lo han hecho con audacia a lo largo de la historia, utilizando siempre prejuicios culturales y sociales, lecturas bíblicas parciales y nociones antropológicas, para justificar la exclusión de las mujeres de la autoridad.
¿Por qué vincular la ‘constitución divina de la Iglesia’ a la reserva masculina, si no se puede explicar de otro modo que mediante una doble referencia histórica, que pretende ser objetiva, pero que, como sabemos, no lo es?
Bloquear la hermenéutica de la tradición, incluso vincular el misterio de la fe a la ‘exclusión de las mujeres del ministerio sacerdotal’, me parece un acto de gran debilidad y una muestra de miedo. Pretende afirmar la posición ‘definitiva’ de la Iglesia basándose en ‘hechos objetivos’, que en realidad son fruto de una hermenéutica profundamente marcada por una cultura del prejuicio. Y resulta curioso que la técnica de ‘aclaración y bloqueo de la discusión’ se haya llevado a cabo con un subterfugio que se asemeja a un sofisma: “afirmo que la exclusión de las mujeres del ministerio sacerdotal es un ‘producto histórico’ definitivamente vinculante, pero pido a la teología que se comprometa a explicar este ‘misterio’, al que el magisterio no puede dar otra explicación que considerarlo, nadie sabe exactamente cómo, perteneciente a la constitución divina de la Iglesia” .
El hecho original no es vinculante excepto en una hermenéutica teológica sostenible: el magisterio no tiene que explicarlo todo, ¡ay si lo hiciera!, pero al menos debe dirigir una mediación teológica. En cambio, todas las razones que el magisterio reciente ha presentado parecen extremadamente frágiles y tienden a una fuerte polarización entre ‘hecho’ y ‘dogma’.
La exclusión de las mujeres sería, al mismo tiempo, un ‘hecho evidente’, compartido para siempre, por todos y en todas partes (pero solo antes del siglo XIX), y un ‘contenido vinculante de la fe’ de todos los tiempos. Sin embargo, tanto el primer argumento como el segundo no son concluyentes. Y es aquí, creo, donde la hermenéutica teológica y magisterial no está autorizada a dar por concluida la discusión.
Roma ha hablado, pero habiéndose expresado solo a nivel de ‘datos positivos’ no unívocos, y a nivel de afirmaciones de una teología de autoridad no formalmente indiscutible, la discusión permanece abierta hoy más que nunca. No es extendiendo el alcance de la ‘doctrina definitiva’ desmesuradamente como uno puede protegerse in aeternum de la aparición de nuevos signos de los tiempos, que no son el principio del fin, sino quizás solo una brecha a través de la cual el Espíritu aún puede hablar y persuadir.
Una integración, aunque gradual, de las mujeres en el ministerio ordenado es más fiel a la tradición que una dogmatización positiva e inmotivada de su exclusión. S. Agustín ya sabía que la ‘ratio‘ y la ‘auctoritas‘ son dos formas de aprendizaje. La segunda es la primera en el plano cronológico, pero solo la segunda capta la realidad.
Haber anticipado con autoridad una solución que la razón no puede justificar crea más problemas de los que se podrían haber imaginado hace 30 años. La discusión sinodal sobre el ‘ministerio ordenado del diaconado femenino’ podría crear el espacio para que la autoridad escuche la razón común y para que la razón teológica sepa cómo llegar a ser verdaderamente autoritaria.
Andrea Grillo – Roma