Gaza no es una tragedia. Es un genocidio

La hambruna en Gaza marca la fase final del genocidio. No porque ahora el mundo reaccione, sino porque el crimen ya se ha consumado. Hablar hoy de derechos humanos es una forma de clausura narrativa que absuelve a los cómplices.
El umbral ya ha sido cruzado. En las últimas semanas, algo ha cambiado en el tratamiento político y mediático de Gaza. Quienes hasta hace poco callaban o justificaban lo injustificable, empiezan ahora a reconocer que hay una catástrofe. Algunos informes de organismos internacionales han empezado a hablar abiertamente de hambruna. Ciertas declaraciones diplomáticas deslizan por fin que el sufrimiento palestino podría ser algo más que una consecuencia inevitable de la guerra. Incluso titulares de medios que durante meses se han negado a usar la palabra genocidio ahora se atreven a mostrar imágenes de niños desnutridos, de madres llorando sobre cuerpos diminutos, de hospitales sin electricidad ni anestesia.
Pero esta repentina sensibilidad no obedece a un cambio en la situación sobre el terreno. No es que hoy haya más horror que ayer. Es que el umbral de impunidad ha sido ya traspasado. La mayoría de las infraestructuras civiles de Gaza han sido arrasadas. Las universidades, escuelas y hospitales han sido destruidos o cerrados. El sistema sanitario ha colapsado. Los cultivos han sido bombardeados. El agua, contaminada. La ayuda humanitaria, bloqueada o disparada. Decenas de miles de personas han sido asesinadas. Más del 95% de la población ha sido desplazada, y muchas familias han tenido que huir innumerable veces dentro de un territorio cercado. A estas alturas, un número creciente de las muertes no se deben ya a explosivos o ataques con armamento, sino a inanición, deshidratación o septicemia. Es decir, a formas de muerte lentas, previsibles y deliberadamente producidas.
El reconocimiento de la hambruna, por tanto, no representa una alerta temprana. Es una admisión tardía. No marca el inicio de una fase crítica. Llega cuando esa fase ha sido superada. Denunciar el hambre ahora es posible porque ya no pone en riesgo nada. Porque el crimen se ha consolidado. Porque el proyecto genocida ha logrado sus objetivos estratégicos más inmediatos: expulsar, colapsar, desintegrar. Lo que hoy se permite decir no es que Gaza está en peligro. Es que ya ha sido destruida.
La hambruna que devasta Gaza no es producto del azar. Es una técnica. No solo porque Israel haya bloqueado la entrada de alimentos y bombardeado deliberadamente infraestructuras de distribución, manteniendo a aquellas sobre las que sus soldados siguen disparando, o en donde plantar productos tóxicos. También porque el hambre es un arma de descomposición, una forma de control que destruye no solo cuerpos, sino vínculos sociales, normas compartidas y horizontes comunes. El hambre hace competir, desconfiar, aislarse. Transforma cada día de vida en una guerra por la supervivencia individual. Rompe la posibilidad de cuidar, organizar, transmitir.
Jean Ziegler lo resumía así en su mandato como relator especial de Naciones Unidas: el hambre no es una fatalidad, es una violencia organizada. Y Alex de Waal, que ha estudiado las hambrunas provocadas como instrumentos de poder, subraya que la inanición deliberada no solo mata, sino que produce un tipo de muerte que debilita la capacidad misma de contar, de dejar memoria, de reclamar reparación. El hambre disuelve lo común.
En Gaza, este proceso ha alcanzado un grado que la comunidad internacional parece ahora dispuesta a admitir, pero solo una vez que ya no queda nada que preservar. Durante casi dos años, y asimismo a lo largo de décadas, se discutió si los bombardeos eran proporcionales. Hoy, cuando los cuerpos se apagan sin necesidad de explosivos, se admite el colapso. El lenguaje humanitario se hace aún más intenso justo cuando ya no hay estructuras comunitarias que salvar. El hambre, como forma de exterminio lento, permite representar el crimen sin enfrentar su lógica. Por eso es tolerable. Porque el hambre se puede mostrar sin señalar. Se puede nombrar sin implicar. Se puede compadecer sin interrumpir.
Gaza no es una tragedia. Es un crimen. No es una catástrofe humanitaria. Es un genocidio ejecutado a plena luz del día, con técnicas contemporáneas de exterminio: cerco, inanición, control informacional, colapso planificado. Y, sobre todo, con la cobertura de una comunidad internacional que no ha fallado, sino que ha actuado conforme a su diseño.
La tarea ahora no es solo enviar ayuda. Es impedir que el relato final lo escriban quienes colaboraron con el crimen. Es evitar que dentro de unos años se diga que fue un error. Que fue excesivo. Que fue lamentable. Lo que está en juego no es solo la vida de quienes aún resisten. Es también la posibilidad de que esa vida haya significado algo. Que no sea borrada como una cifra. Que no sea convertida en estadística, en nota al pie, en episodio inevitable.
El genocidio no terminará cuando dejen de caer bombas o entre más ayuda humanitaria. Seguramente tampoco cuando acabe esta fase de la guerra contra Palestina. Terminará cuando se rompa su narrativa. Cuando se nombren sus cómplices. Cuando se exija responsabilidad. Cuando se garantice que nunca más se utilizará la compasión como forma de cierre. Esa es la tarea. Y quizás todavía estemos a tiempo. Y, sobre todo, tenemos la responsabilidad moral de seguir luchando por ello.
Itxaso Domínguez de Olazábal – Madrid