Corresponsabilidad eclesial / +JM Castillo
En la teología católica ha sido clásica la tesis según la cual el poder en la Iglesia es jerárquico, no democrático. Es decir, es un poder que viene de arriba, no es un poder que viene de la base. Pero, durante siglos el poder en la Iglesia se ejerció democráticamente por más que su origen sea divino y provenga de Dios.
Tal como las cosas funcionan en la Iglesia, con frecuencia se tiene la impresión de que los fieles son la clientela del clero. Y es preciso reconocer que esa impresión no anda descaminada. Porque, efectivamente, en la Iglesia los clérigos son los funcionarios responsables de la marcha de la institución, mientras que los simples fieles no tienen más papel que el de clientes que consumen los servicios religiosos que el clero pone a disposición del público. Por otra parte, este tipo de organización eclesial le va muy bien al clero, que así mantiene una evidente posición de privilegio y domina por completo la situación en la Iglesia.
Ahora bien, aquí la cuestión está en comprender que Jesús no vino para fundar un cuerpo de funcionarios religiosos, los clérigos, a los que se tendrían que someter el resto de los fieles. Como tampoco vino para fundar una organización de servicios religiosos para el consumo sagrado de la población creyente. Nada de eso aparece en los Evangelios ni en el resto de los escritos del Nuevo Testamento. Por el contrario, Jesús vino a fundar una comunidad, un pueblo unido, un cuerpo, en el que todos los miembros son activos y responsables. Como ha dicho muy bien el Concilio Vaticano II; ‘los laicos, reunidos en el Pueblo de Dios e integrados en el único cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza, están llamados, sea quienes fueran, a contribuir al crecimiento y a la santificación de la Iglesia, como miembros vivos que son, con todas las fuerzas que han recibido por donación del Creador y por la gracia del Redentor’ (Lg 33). Esto quiere decir que, en la comunidad cristiana, todos tienen el derecho y el deber de preocuparse y actuar para la edificación de la misma comunidad (Cf. Ef 4,12). Por consiguiente, en la Iglesia no debe haber una doble categoría de personas: unos, los clérigos, que serían los responsables de la marcha de la Iglesia; mientras que los otros, los simple fieles, no tendrían más responsabilidad que la de someterse a lo que mandan los primeros. Esa manera de ver las cosas tiene que desaparecer en la Iglesia.
La consecuencia que se desprende de todo lo dicho es muy clara: todos los miembros de la comunidad deben participar en las decisiones. Si no concedemos a los miembros de la comunidad este derecho, se correrá el riesgo de que la invitación a compartir el cuidado y el trabajo se toma por hipocresía. La integración de los cristianos en una comunidad y su identificación con ella solo será posible si los miembros de ésta pueden participar en las decisiones, es decir, si ven que se trata efectivamente de su comunidad en el sentido que tienen algo que decir en ella.
Pero, por otra parte, para que todo esto sea una realidad tangible, en la vida de cada comunidad, sobre todo cuando se trata de comunidades numerosas, debe darse una expresión institucional, el Sínodo comunitario, esto es, una corporación elegida por todos los miembros y sostenida por la confianza de todos ellos que haga suya la preocupación por el desarrollo de la comunidad en estrecha y confiada colaboración con los dirigentes de la misma. Solamente así la corresponsabilidad de todos los miembros será un hecho en la comunidad.
‘Aunque es verdad que algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos en la Iglesia como…pastores, sin embargo, se da una verdadera igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común de todos los creyentes para la edificación del cuerpo de Cristo’ (LG 32,3).
+José María Castillo