Marzo 28, 2024

Diaconía en la Ciudad

 Diaconía en la Ciudad

                       (P. José Comblin).-

En la escatología cristiana, la ciudad ocupa un lugar central. Sabemos desde el principio del siglo XX que el eje de toda la revelación cristiana es la escatología. Todo está vinculado con ella y la escatología constituye la referencia de todos los tratados de la teología cristiana: la doctrina sobre Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Iglesia, el hombre y su destino, todo es visto a partir de la escatología.[1]

La escatología cristiana alcanza su formulación más amplia en el Apocalipsis de Juan. El profeta cristiano muestra cómo la historia culmina en la confrontación creciente entre dos ciudades, Babilonia y la Nueva Jerusalén, siendo la antigua Jerusalén el lugar de la lucha entre las dos ciudades. Para Juan, Babilonia está encarnada en Roma. Roma es el centro de todo lo que se opone a Dios. Es el lugar de la dominación, del orgullo, de la afirmación de la criatura que se transforma en un dios rival del verdadero, es la opresión de los pobres, la ciudad que mata a los mártires, que son los testigos de Jesucristo.

¿Dónde está Babilonia hoy? Podemos decir que está en parte en todas nuestras ciudades en el mundo entero, porque todas manifiestan algunos de sus atributos. Sin embargo, no podemos cerrar los ojos y dejar de ver que Babilonia está con más intensidad allí mismo donde se produce la mayor concentración de orgullo, de dominación y de violencia hacia los pobres. No diremos que todo en Nueva York o en Washington es Babilonia porque hay valores humanos auténticos, incluso en estas ciudades que ejercen tanto poder de fascinación sobre el mundo entero hoy en dia. La ciudad de Babilonia también está en construcción y no ha alcanzado su forma completa en ninguna ciudad del mundo actual. Sin embargo, hay lugares en el mundo que  más se aproximan al  modelo de Babilonia.

Recordemos que Babilonia era Roma para los primeros cristianos. No era una pura abstracción o un modelo ideal. Era una ciudad muy concreta. Hoy en dia también, Babilonia está en realidades muy concretas. No deja de ser significativo que hay en la actualidad, en los Estados Unidos, autores que enseñan que ya es hora de que los Estados Unidos asuman su vocación histórica, tome el lugar de Roma y renueve la vocación de Roma, que es una vocación de conducir el mundo entero, imponiendo la paz universal gracias a su poder casi ilimitado.

Dado que Babilonia toma desde ya rasgos concretos, podemos señalar algunos lugares donde se puede identificar con mayor claridad que la presencia de Babilonia se hace más evidente: Wall Street, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Pentágono, la Organización Mundial del Comercio (OMC). No hay duda de que desde allí se ejerce la mayor afirmación de orgullo en la humanidad actual; y la mayor concentración de fuerzas que ha existido jamás. Estas fuerzas explotan a la humanidad entera y exigen de ella las pruebas de adoración en una subordinación completa. Cuando llega a un país un representante del FMI, como muchas veces sucede en América Latina con la señora Ann Kruger, no hay duda: Satanás está llegando a nuestro país: llega con miles de millones de dólares, pero con la exigencia de de adorar a la Bestia.

Y la nueva Jerusalén, ¿dónde está? Está todavía en los cielos y se manifestará al final de los tiempos. Pero ella ya está presente en forma inicial, principiante, todavía débil y casi clandestina, escondida dentro de la comunidad de los testigos de Jesús. Estos son los que dan testimonio en la tierra siguiendo el camino de Jesús, caminando hacia el martirio, pero con la certeza de que ya están en la nueva Jerusalén.

¿Qué es la ciudad de la nueva Jerusalén? ¿Qué es lo que la caracteriza y la distingue de Babilonia? La nueva Jerusalén es la ciudad del pueblo de Dios. Allí lo que se manifiesta no es el poder sino el pueblo: “He aquí la morada de Dios con ellos. Ellos serán su pueblo y él será el Dios que está con ellos (Ez 37,27)” (Ap 21,3).

Este es el núcleo central de la revelación cristiana sobre la ciudad: la ciudad es la morada de un pueblo, del pueblo de Dios. En la ciudad, Dios y el pueblo son una realidad solamente. Dios está dentro de su pueblo. Por eso que, por otra parte, no hay ningún templo en la ciudad. Si hubiese  templo como morada de Dios sería señal de distancia entre Dios y el pueblo. No hay templo porque Dios está dentro del pueblo, como el esposo y la esposa son uno.

La realidad de la nueva Jerusalén no está en el poder o en la dominación, sino en el pueblo que no es ni poder ni dominación. No voy a repetir aquí todo lo que escribí sobre este pueblo de Dios en mi último libro publicado por la Paulus.[2] La ciudad está centrada en el pueblo, al servicio del pueblo, conjunto de las condiciones materiales y culturales para sustentar la vida del pueblo de Dios.

La ciudad de la Nueva Jerusalén es ciudad de Dios. ¿Qué quiere decir ciudad de Dios? Es una ciudad donde Dios está presente y se llena con la presencia de Dios. Dios es  libertad y esta libertad tiene como efecto el dejar-existir toda una creación. La presencia de un Dios libre hace que exista la creación. Si Dios está en la ciudad, esto significa que él es quien hace subsistir la ciudad. Él no se dice presente en cada individuo aislado, sino en la ciudad. La presencia de Dios en la ciudad significa que él está activo produciendo libertad y vida en cada persona relacionada con las demás. Dios es quien construye, o mejor dicho, deja construir la ciudad como sistema de lazos entre los habitantes, cada uno relacionándose  con los otros en el sentido de darles vida y libertad. Dios está presente en el conjunto de acciones por las cuales cada habitante da vida a los otros y  despierta su libertad. La ciudad está ahí para multiplicar los contactos y las relaciones y hacer que estas relaciones sean de servicio mutuo, de dedicación de cada uno a la vida y a la libertad de los otros.

¿Qué es lo que el concepto de ciudad agrega al concepto de pueblo? Fundamentalmente nada, pero se destaca un aspecto: el pueblo necesita un soporte material, histórico, de un espacio y de una historia. Todo esto se encuentra en una ciudad. La ciudad es todo el mundo material, el cosmos condensado ​​en un lugar de tal modo que  las personas puedan estar juntas y actuar unas sobre las otras. Sin ciudad el pueblo quedaría en el aire, en una indefinición, en el mundo de las ideas y no en la realidad..  Pues el pueblo de Dios es  realidad corporal, material y no hecha solamente de puros espíritus aislados del mundo material. El pueblo de Dios se reúne corporalmente y comunica  mediante el cuerpo. Esta es la ciudad. En la ciudad los cuerpos están reunidos.  Si los hombres fuesen puras ideas o espíritus podrían comunicar por Internet que es como una anticipación de una falsa ciudad. El problema de Internet es que podría poner en peligro la ciudad. Ahora bien, la prioridad de la historia humana es el crecimiento de una verdadera ciudad, en la cual estaría la imagen cada vez más aproximativa de la nueva Jerusalén.

En la escatología cristiana el pueblo de Dios camina en este mundo, construyendo la imagen de su destino final. Durante siglos, el cristianismo sufrió una deformación terrible.  Enseñaron que los cristianos debían mirar solamente la realización final, el cielo. Y para alcanzar el cielo, era necesario usar los medios que las Iglesias ponían a disposición de sus fieles. Estos medios eran realidades creadas, objetos, ritos, actos, comportamientos. Por ejemplo, era necesario ser bautizado porque Jesús y la Iglesia lo mandan. En sí nadie se preocupaba por saber cuál era la relación entre el bautismo y la  ciudad nueva de Jerusalén. El bautismo tenía su valor en sí mismo. De la misma manera todo lo que las Iglesias ofrecen, es ajeno a la vida de la ciudad. Son símbolos o realidades materiales exteriores a la caminata del pueblo de Dios. Los cristianos entendían esto como necesidad de sumisión de su voluntad a la voluntad de Dios. Pensaban  que era un sacrificio ofrecido con agrado gracias a la promesa de vida eterna que sería la recompensa de su fidelidad.

Si los reformadores enseñaron que solamente la fe salva, sus sucesores muy rápidamente dieron a entender que para salvarse era necesario hacer lo que la Iglesia mandaba. Entendiendo en el sentido popular, lo que salva es la obediencia, disposición en sí ajena a la construcción de la ciudad de Dios, expresión del extrincesismo típico del cristianismo de los últimos siglos y causa de la inmensa apostasía de las élites y de las masas.

En la escatología cristiana la ciudad de Dios está presente, naciendo en las construcciones de sus imágenes aquí en la tierra. Lo que salva es la caminata del pueblo de Dios hacia su destino final, la marcha de la ciudad hasta su plena realización. No es como si la caminata actual fuera a merecer la entrada en la nueva Jerusalén. Ya es la nueva Jerusalén. Quien camina en ella, ya pertenece a la ciudad y no tiene que volver a entrar en ella. Pues lo que queda, lo que permanece de esta vida, es el amor y el amor es la construcción de la ciudad. El resto es pasajero, transitorio. Está claro que lo que subsiste no son las ciudades materiales, sino el amor que construyó estas ciudades y que se vivió en ellas.

Es dentro de este contexto, que debemos estudiar la diaconía en la ciudad.

La lucha contra el individualismo

El individualismo alcanzó una dimensión desconocida hasta ahora en la historia de la humanidad. Desde los orígenes, el capitalismo fue un poderoso factor de individualismo, sin duda el más poderoso. Sin embargo, nunca había llegado a la profundidad que alcanzó desde el establecimiento del neoliberalismo como norma para las naciones, como sucedió a partir de la década de los 80. Quien no está convencido todavía, que lea el último libro del gran ideólogo del neoliberalismo, primer promotor su culto, Francis Fukuyama.[3]

Las ciudades, sobre todo las ciudades nuevas o los nuevos barrios de las ciudades más antiguas constituyen una excelente imagen del individualismo. La calle, que era  lugar de encuentro y de contacto, desaparece, siendo sustituida por la autopista que penetra cada vez más en las ciudades, imitando el famoso modelo de Los Ángeles. Las moradas  son departamentos dentro de inmensos edificios. Cada uno busca su coche en el garaje subterráneo y se dirige a su destino sin tener que conversar con nadie, sin tener que mirar a nadie. Basta apretar algunos botones. La morada está hecha para evitar cualquier contacto humano.

En el trabajo tienen vigor las leyes de la competividad. El ritmo es tal que no es posible tener contacto humano con aquellos que trabajan en la misma empresa. Las compras se hacen en supermercados anónimos que excluyen cualquier relación humana. El comercio está cada vez más automatizado. De la misma manera los servicios bancarios son automatizados y no permiten ninguna conversación. El horario de trabajo, estudio, formación, diversión, deporte, ejercicios físicos es tan apretado que no hay tiempo para conversar, ni siquiera en la familia y las comidas son también ejercicios solitarios. Son miles comiendo juntos en el mismo refectorio, pero no hay tiempo para conversar o crear relaciones sociales. Todos los progresos tecnológicos tienen como resultado un mayor aislamiento del sujeto y la sustitución del tiempo de relación humana por relaciones de productividad.

Cada uno tiene su coche, su teléfono, su televisor, y last but not least  su computador. Gracias a Internet el sujeto se relaciona solamente con fantasmas, seres virtuales sin contacto humano. Hay personas que pueden hacer todo su trabajo en casa delante del computador, hacer las compras por el computador, relacionándose con miles de empresas por computador, pero sin encontrar quince minutos en la semana para conversar con una persona.

Claro está que tal sistema puede funcionar perfectamente en los Estados Unidos, donde todos deben tomar el sistema en serio. En Brasil subsiste la ley del relajamiento universal y nadie respeta las reglas de manera perfecta. Se abren forados en el tejido del sistema. De todas maneras, el sistema no deja de producir efectos desastrosos.

Contactos humanos superficiales no faltan: en el metro, en el autobús, en las colas del supermercado, del cine, del estadio, en la vecindad con miles  en los estadios, en los shopping centers, en los supermercados, en la universidad, etc. Siempre contactos superficiales, sin contenido, de comunicación práctica, informal. No se crea una relación humana en profundidad ni siquiera entre padres e hijos, entre colegas, entre vecinos, ni siquiera entre miembros de la misma iglesia. Existen medios materiales para multiplicar las relaciones humanas, pero los medios son usados para la mayor productividad.

En el sistema neoliberal lo que vale es el lucro, la ventaja financiera o física o psicológica que se busca. Nada es gratuito. Desaparece la gratuidad. Nadie hace nada sin lucro. Todo se hace por dinero. No hay más  relación que no se pueda expresar en dólares. El dinero es el símbolo de la sociedad, o, mejor dicho, la falta de solidaridad generada por este tipo de sociedad.

De cierto modo podemos decir que felices son los pueblos, los sectores, los hombres y mujeres subdesarrollados porque aún no están integrados en el sistema. Es verdad que son excluidos, pero incluso así están en una sociedad en que hay relaciones humanas. Hay más humanidad en una favela que en los barrios residenciales perfectamente integrados en la sociedad actual más avanzada. Ante esta situación, podemos decir que el mayor servicio, la mejor diaconía consiste en rehacer  lazos humanos, rehacer sociedades humanas, rehacer relaciones horizontales y gratuitas. La mejor diaconía es recrear un mundo de gratuidad: hacer que haya más servicios gratuitos. Son los servicios voluntarios.  Existen y crecen en ciertos sectores. Todo lo que es gratuito, humaniza a las personas que actúan gratuitamente.  Los primeros beneficiarios no son los que reciben, sino los que ofrecen

Nunca desaparecieron los servicios gratuitos, pero se hacían con vergüenza, como si alguien tuviese que  justificarse por no ganar dinero. Cualquier servicio gratuito valora la persona que lo realiza.

Pues, el servicio gratuito establece relación humana desinteresada. No se trata de convertirse en esclavo de otros, sino de restaurar relaciones horizontales de reciprocidad. Cualquier relación de reciprocidad, o sea como se decía otrora de amistad, valoriza, humaniza. Puede tratarse de relaciones de una persona con una, de muchas con muchas, no importa.

Ciertamente hay algunos espacios de la vida contemporánea que estarán en adelante   vacíos de comunicación humana, puramente automáticos. Pero es posible abrir espacios en que se multiplican las comunicaciones horizontales

A veces podemos incluso descubrir que dentro de la propia Iglesia desaparecen  las relaciones personales y que las iglesias también se transforman en agencias de distribución automática de servicios no siempre gratuitos. Las antiguas relaciones humanas desaparecen sustituidas por  tecnológicas psicológicas o psico-sociales que supuestamente fabrican felicidad, optimismo, bienestar, en una palabra, salvación individual. Son técnicas de creación de felicidad individual. Existe una inmensa literatura sobre este asunto. Muchas personas piensan que pueden construirse una felicidad siguiendo recetas individuales, cuando la felicidad se encuentra en los lazos libres, autónomos, múltiples con otros.

Las iglesias mismas pueden ser redes de comunicación entre personas, unidas por lo que tienen de más profundo que es la fe, la esperanza y el amor, en lugar de ofrecer recetas de pseudo bienestar mental o psicológico. La diaconía dentro de las propias iglesias tendrá como objeto crear o desarrollar relaciones horizontales, grupos formados por hermanos y hermanas iguales que se ayudan mutuamente. En el mundo actual esto es particularmente difícil.

Entre los pobres, más allá de las relaciones de vecindad que son espontáneas, es necesario promover asociaciones con objeto más definido. Pues los pobres no pueden salvarse solos o esperando una ayuda caída del cielo u ofrecida con motivos interesados por un político. Para conquistar y defender derechos, necesitan aprender a actuar en conjunto,  en colaboración. Este aprendizaje es justamente lo que humaniza, desarrolla la inteligencia y la capacidad de actuar. La sociedad no les proporciona muchas entradas. Ellos tienen que crear entradas por sí mismos.

No es fácil que aparezcan grupos espontáneos en medio de los pobres sin que alguien tome la iniciativa y se de todo el trabajo de formar la asociación entre personas que no han sido educadas para ello, que incluso no recibieron ninguna educación que les enseñe a actuar dentro de la sociedad en la que viven. ¿Quién va a dedicar libremente su tiempo, su energía, su paciencia para ayudar a los pobres y excluidos para promocionarse humanamente,  luchando por una vida mejor?

Hay una multitud de instituciones gubernamentales o no gubernamentales que pretenden asumir esta función. Casi siempre ellas son un desastre porque sus funcionarios son mercenarios. Hacen esto como  profesión, sin la fuerza de convicción  que consigue realmente  despertar las energías de los excluidos. Se necesita algo más.

Hace 50 años que innumerables instituciones, innumerables organizaciones, innumerables proyectos, se dedican a la alfabetización de adultos. Después de 50 años  estamos todavía ante el desafío de alfabetización de adultos y, si todo continúa de la misma manera, de aquí a  50 años todavía subsistirá el mismo desafío. Falta la convicción que haría que los pobres realmente quisieran aprender. No aprenden porque no están convencidos de que deben aprender. Quien está convencido de que debe aprender, aprende. Pero ¿quién dará esta convicción?

En este mundo dedicado al individualismo, las formas más simples de asociación constituyen problemas insuperables. Por eso, solamente la fuerza del Espíritu puede generar una acción eficaz.

La diaconía política

Si la democracia funcionase, no habría necesidad de diaconía política. Si las ciudades estuviesen gobernadas o administradas democráticamente y si las instituciones funcionasen correctamente, no habría espacio para la diaconía. Ésta interviene exactamente en los espacios donde la democracia no funciona. De modo general, podemos decir que no funciona cuando se trata de la relación entre pobres y ricos, débiles y poderosos. Entonces las instituciones llamadas democráticas son sesgadas, manipuladas, distorsionadas.

Los ricos pueden pagar buenos abogados que siempre consiguen un habeas corpus, una libertad condicional, un régimen privilegiado. Los pobres muchas veces no tienen abogados y pueden pasar años en la cárcel sin siquiera ser juzgados. Están allí como olvidados.

Los jueces no aplican las leyes con el mismo rigor en el caso de los pobres o de los ricos. Un homicidio cometido por un rico encontrará fácilmente circunstancias atenuantes, excusas, interpretaciones benévolas. Para un homicidio cometido por un pobre sin la protección de un patrón rico, se pone en vigor toda la severidad de la ley.

Las leyes se hacen siempre con la posibilidad de abrir una puerta para no cumplirlas  cuando una empresa o un particular pueden contar con un buen abogado que sabe justamente cuáles son las lagunas que permiten no obedecer las leyes.

Los ricos no pagan impuestos. Esta es una regla sagrada. Es una cuestión de honra. Los ricos tienen derecho a todas las regalías, pero nunca pagan. Todo les es debido. Ellos nunca deben. Entonces todo el peso de los impuestos cae encima de los pobres.

En los casos de corrupción, la impunidad está casi garantizada, salvo cuando los políticos deciden sacrificar a uno de ellos para dar satisfacción a la opinión pública. Es el buey dado a las pirañas para que todos los otros puedan pasar.

No es necesario tener mucha experiencia para poder evocar muchos casos. Entonces, ¿puede un cristiano apartar los ojos, fingir que no sabe nada como hacen los otros, pretender que las instituciones practican la justicia?

La diaconía es necesaria porque la democracia funciona para favorecer a los poderosos y sacrificar a los débiles. Está ahí para restablecer una cierta igualdad añadiendo su fuerza a la debilidad de las víctimas de la injusticia institucionalizada.

Esta diaconía toma diversas formas: asistencia jurídica a las víctimas de situaciones de injusticia, por ejemplo, la situación de campesinos sin tierra que quieren la expropiación de una tierra  no productiva. Asistencia jurídica a campesinos presos arbitrariamente por orden de los propietarios. Asistencia jurídica a los poseedores expulsados de la tierra en que trabajaban desde tiempos inmemoriales. Asistencia jurídica a los desempleados expulsados de su trabajo sin tener en cuenta las leyes sociales. Asistencia jurídica a huelguistas. Asistencia jurídica a presos torturados en las comisarías o en los presidios.

La diaconía puede ser educación de los electores para que sean capaces de usar sus derechos: descubrir los casos de corrupción, malversación de fondos, desvío de dinero y otras maniobras del poder ejecutivo. Formación de los ciudadanos para conocer, fiscalizar y remover a sus representantes que fueron elegidos para ser representantes del pueblo y solamente representan los intereses de su clase.

En una palabra la diaconía será aquí la educación para la ciudadanía. No se avanza  con tener instituciones democráticas si la mayoría de los ciudadanos ni siquiera saben cómo funcionan, porque no saben cuáles son los derechos del ciudadano, o porque viven con miedo de todo lo que es  autoridad, o por inercia, pereza o cobardía.

Diaconía en el trabajo

La democracia existe formalmente en la vida política, pero aún no existe ni siquiera formalmente en la vida económica, en el funcionamiento de las empresas. La participación de los trabajadores en la vida y el funcionamiento de la empresa todavía es un sueño. Sin embargo, ante la arbitrariedad de las decisiones tomadas por la dirección o por los accionistas, los trabajadores deben hacer que sus derechos sean  respetados. Como siempre destacó la doctrina cristiana, una empresa no puede ser sólo un medio para ganar dinero, sino que  ella es una comunidad de personas humanas, de trabajadores, cada uno en su nivel, pero todos colaborando para que la empresa funcione y preste servicios a la gran comunidad nacional o humana en general.

Hay varias maneras de lograr la participación de los trabajadores en la empresa. En medio del triunfo neoliberal que postula que la vida económica debe ser automática, regulada por el mercado que nunca yerra, los trabajadores están en una situación difícil. Son víctimas de una campaña de chantaje permanente. Si algo no funciona en la economía, la culpa siempre es de los trabajadores que exigen demasiado. Intimidados por el chantaje de los patrones, los trabajadores están desanimados, curvan la cabeza y alimentan el rencor contra la sociedad que los maltrata de esta manera.

Por eso, la mejor diaconía es organizar a los trabajadores en todos los niveles para que reciban en la economía de la voz que deben tener. Quien se arriesga en este sector, se expone a represalias por parte de los poderes económicos. Quien así se sacrifica por el bien de los trabajadores quedará marcado para siempre: será para siempre un agitador político, un elemento subversivo fichado en todos los registros de las empresas. Esta es una diaconía heroica. Ni siquiera podrá contar con la ayuda de los propios trabajadores en la hora del peligro. Experimentará que en la economía no existe democracia, ni derechos humanos ni dignidad humana. En la economía reina la ley de la selva y los leones son los propietarios de la tierra.

Los dueños del capital hacen todo lo que pueden para impedir la asociación de los trabajadores aunque ella esté inscrita en la Constitución “para aparentar”. Ninguna ley aplica la Constitución que permanece como puro monumento sin eficacia. Los dueños quieren un contrato individual con cada trabajador para que éste quede desprovisto de cualquier poder y tenga que someterse a todo lo que el patrón quiere. Esta es una diaconía para héroes. No es para todos los cristianos.

Diaconía en la vida cultural

En la cultura actual, el mercado domina la cultura. Se trata de hacer de todos los ciudadanos unos consumidores de cultura. La televisión y ahora Internet son los auxiliares más eficaces. Gracias a ellos, el tele espectador consume horas de espectáculos. Es consumidor de deporte, de concursos, de juegos, de informaciones sobre todo de los crímenes y todo el sector policial de la vida. Siempre será informado si la policía encontró algunos kilos de cocaína, o si hubo secuestro, asalto, tiroteo con la policía. El consumidor está loco por tales noticiarios. Son una delicia para él.

El tele espectador es consumidor de música, de imágenes, de recetas esotéricas para la salud, el bienestar, el equilibrio psicológico. Este consumo de cultura es individual, no pone a las personas en relación con otras. No produce cultura, lo que sería entrar en comunicación con otros. La industria de los medios produce cultura, una cultura de masas, preferentemente mediocre y vulgar porque es la que más llama la atención del público.

La cultura tomada  activamente, es decir, la producción de la cultura, ya sea por las artes, ya sea por el deporte, ya sea por la artesanía, ya sea por la comunicación de la palabra, crea relaciones humanas, crea el intercambio, trueque,  enriquecimiento mutuo porque hay comunicación de  personas mediante los objetos, materiales o simbólicos.

Sucede que los niños aprenden pronto a consumir pasivamente una cultura hecha para ellos, para estimular la actividad más fácil, aquella que exige el menor esfuerzo. A los niños no se les estimula para producir cultura. Si recibieren estímulo, será para hacer de la cultura un medio para ganar dinero. Hacer cultura es aprender para ser  campeón, para ganar en el juego, para producir objetos que se venden y valen mucho en el mercado; no es por el bien de la cultura en sí, no es simplemente para compartir con otros la belleza de la creación y del espíritu humano que lleva  la creación a su mayor perfección.

Diaconía es estimular a hacer cultura por el simple placer de modo desinteresado, para ofrecer a otros gratuitamente, para expresar un deseo, un proyecto, una aspiración a una comunión de personas en el amor mutuo. La sociedad debería hacer esto. En otros tiempos eso sucedía espontáneamente por ejemplo, en las tribus indígenas. Pero con la cultura del dinero, solamente merece  estímulo lo que da dinero y solamente se aprecia lo que tiene valor monetario.

Para concluir este apartado, podemos decir que la diaconía consiste en rehacer una vida comunitaria en una sociedad que se empeñó  en destruir toda comunidad para que el individuo se dedicase totalmente al mercado. Con eso, deshumanizó a los  trabajadores y dejó fuera de la vida social a todos los que eran “inempleables”, que no tenían las capacidades necesarias que permiten el acceso al mercado. Hay multitudes que están excluidos del mercado de trabajo y, por consiguiente, de todos los mercados.

Los servicios asistenciales

Hay situaciones o circunstancias que exigen obras de salvación inmediata. Hay casos que necesitan ser socorridos inmediatamente. Lo más urgente es el hambre o la sed. Desde los primeros tiempos, las comunidades cristianas organizaron  distribuciones de pan a los hambrientos. Cuando se desorganizó el Imperio Romano, muchas ciudades quedaron prácticamente sin gobierno y los obispos tuvieron que asumir la distribución de pan.

Esta distribución de pan  todavía es de suma actualidad, porque hay millones de personas que necesitan comer y no pueden comprar alimentos. De hecho en muchos lugares hay distribución de pan o de sopa o de alimentos en general. Nos podemos preguntar cómo es posible que, en un mundo que produce alimentos en exceso, el problema económico sea qué hacer con todo lo que sobra. Pero la situación es así. No faltan alimentos en el mundo y se podría producir el doble de alimentos, pero falta el dinero para comprar los alimentos. En casos extremos, las autoridades civiles organizan la distribución, por ejemplo de canastas básicas, pero esto se hace solamente en casos de grandes desastres, no en la vida habitual en que los casos son numerosos. De hecho, las iglesias cristianas todavía distribuyen alimentos.

El problema de la sed existe también. En el secano interior la sed es frecuentemente un problema. Falta agua hasta para beber. En el Nordeste todavía se recuerda al padre Ibiapina, misionero del siglo XIX que estaba en la casa de la caridad de Santa Fe (PB) en el tiempo de la gran sequía del año 74 y siguientes.[4] Todavía había un poco de agua para los 200 habitantes de la Casa de Caridad. Pero llegaron desde lo más profundo del secano miles de damnificados pidiendo agua para beber. Le dijeron al padre Ibiapina que si daba agua a todos los que la pedían no quedaría para la casa. Él dijo: No vamos a negar el agua a nadie. Si es necesario moriremos todos de sed junto con ellos. La lluvia llegó antes que se agotaran las reservas. Más recientemente, en los años 90, el anciano monseñor Expedito Medeiros de Sao Paulo de Potengí (RN), consiguió por su insistencia incansable que todas las autoridades de Rio Grande do Norte se uniesen para construir una red de miles de km de ductos de agua potable para el secano interior. Antes sólo había agua sucia y contaminada distribuida por camiones cisterna, y esto sólo de forma precaria e irregular. Dar agua a los que tienen sed es el trabajo de la diaconía. Sería responsabilidad de los gobiernos, pero éstos no se mueven hasta que voces proféticas se levanten para exigir una acción solidaria.

Hay personas incapacitadas por deficiencias físicas o mentales y que necesitan ayuda permanente. En otros tiempos las familias se hacían cargo de sus miembros deficientes. En la ciudad, las familias pierden capacidad para asumir muchos servicios: casas pequeñas, obligación de salir de la casa para trabajar, falta de recursos para sostener a una persona deficiente. Algunas familias todavía lo asumen con grandes sacrificios. En las otras, estas personas quedan abandonadas.

En principio, el gobierno municipal asume la vida de los deficientes físicos o mentales como servicio social. De hecho, hay muchos centros de acogida o rehabilitación de deficientes, manicomios para deficientes mentales, escuelas y servicios para ciegos, sordos y mudos, paralizados y muchas otras deficiencias. Son servicios públicos que exigen de sus funcionarios mucha dedicación, mucho amor y mucho cariño. Todo depende del ambiente y de las personas que crean el ambiente en estas instituciones.

Sucede que siempre aparecen nuevas enfermedades, nuevas deficiencias, nuevos problemas sociales. Hay los niños de la calle, las personas en situación de calle, los drogadictos, los alcohólicos, los pacientes con SIDA, los antisociales. Al comienzo no hay todavía servicios públicos organizados.

Igualmente, hay desastres naturales, inundaciones, terremotos, sequías, incendios o desastres provocados por la guerra. Todo esto requiere intervención inmediata, un servicio voluntario inmediato antes de que puedan intervenir los servicios públicos.

En la Edad Media, la Iglesia asumía una infinidad de obras de asistencia. En una sociedad que decía ser  totalmente cristiana, fueron instituciones eclesiásticas las que se hicieron cargo de las miserias, sobre todo en las ciudades, donde la familia faltaba. Naturalmente, muchas personas a título personal también ayudaban en las necesidades.  Las mismas obras eran sustentadas por innumerables donaciones de particulares.

Después de la Reforma y la ruina de la antigua cristiandad, las Iglesias estuvieron integradas dentro de las monarquías absolutas y continuaron realizando las mismas formas de ayuda hasta que la sociedad monárquica del Antiguo Régimen también desapareció, dando paso a las sociedades secularizadas basadas en el principio de la separación de la Iglesia y el Estado.

A partir de este momento, hubo dos redes de obras asistenciales, una, pública, bajo la autoridad del gobierno civil, y otra, eclesiástica, bajo la autoridad de las autoridades eclesiásticas. En los países con una multiplicidad de Iglesias hubo hasta tres redes: pública, protestante, católica, como en Alemania, en Holanda, en Inglaterra, en los Estados Unidos.

Una vez que se consolidó el paralelismo de redes, aconteció que las Iglesias se  dedicaron más a los miembros de sus comunidades, sintiéndose en cierto modo dispensadas de atender a los otros porque existía una red pública para las personas que no pertenecían a ninguna Iglesia. Sucede que la red pública no logra atender a todos los necesitados.

En América Latina hubo en el siglo XX una explosión demográfica y un crecimiento de la población de las ciudades tal  que las antiguas instituciones eclesiásticas quedaron totalmente sobrepasadas. No pudieron hacerse cargo de esta nueva e inmensa población aglomerada en las nuevas ciudades. Las instituciones de  Iglesia no pudieron atender y permanecieron en pequeñas islas aisladas de los grandes problemas y de las grandes necesidades.

A su vez, el gobierno de las ciudades tuvo otras prioridades. Tenía que reservar todos los recursos a los barrios más residenciales y poco sobraba para las masas pobres de las periferias. La mayor parte de la población migrante no tiene contacto ni con las Iglesias ni con las administraciones públicas.

Hoy en día la situación es la siguiente: No tiene sentido que las iglesias quieran asumir las tareas de asistencia a las masas que llegan a las ciudades. Las Iglesias nunca más tendrán recursos suficientes, ya sea en personal o en dinero para atender las necesidades. La tarea necesita ser asumida por las autoridades públicas. Sin embargo, las Iglesias o los cristianos pueden tener un papel profético dentro de las instituciones públicas, tomando iniciativas, empujando, movilizando a la opinión pública, proporcionando modelos de actuación en los medios populares y, sobre todo, expresando el grito de los pobres. No se excluye la asociación entre Iglesias y  autoridades civiles. Sin embargo, siempre serán casos especiales y relativamente poco numerosos.

El lugar de la diaconía cristiana en este sector asistencial se encuentra al frente de los servicios públicos que necesitan ser fundados o ampliados o mejorados. El testimonio cristiano será dado dentro de estas organizaciones por la actitud de los cristianos insertos en ellas.

Recientemente, sobre todo en los últimos 50 años, varias obras cristianas se desviaron de su sentido o finalidad. Escuelas, hospitales, fundados para socorrer a los pobres totalmente abandonados por los poderes públicos, se transformaron poco a poco en obras reservadas a la clase media o a grupos más privilegiados. El católico o luterano o metodista o adventista se convirtió en sinónimo de elitista. De esta manera, recursos humanos y materiales fueron desviados del servicio a los pobres para el servicio a los privilegiados. En lugar de diaconía, se convierten en aprovechadores del sistema injusto, cómplices de la exclusión de los pobres.

Siempre habrá espacio para el servicio individual dirigido a una persona necesitada, una familia necesitada, por ejemplo porque existe un lazo especial entre quien da y quien recibe (empleados particulares, vecinos, conocidos…). Siempre podrá haber obras propias de la parroquia o de la comunidad religiosa. Pero eso será siempre secundario en la diaconía cristiana que enfrenta un inmenso desafío.

Las ciudades son inmensas canteras de obras. Están cada vez más divididas. Hay barrios residenciales hechos de edificios altos con muchos departamentos. Para ellos hay allí supermercados, shopping centers, clubes de entretenimiento, garajes para los coches y una red de escuelas, colegios, universidades, hospitales y servicios de salud. Por otro lado, hay un sinfín de barrios pobres con casitas construidas poco a poco por los propios habitantes y sus vecinos, hay favelas, barriadas, todo obra de un montón de trabajo casi sin recursos. Para las clases privilegiadas están disponibles el crédito, las facilidades de pago. Para los pobres el trabajo, el sudor, la perseverancia durante años, sin ayuda, muchas veces con materiales de segunda mano.

Las ciudades están cambiando sin cesar, están siempre en construcción. Una buena casa es el sueño de millones y cientos de millones de latinoamericanos que luchan una vida entera para conquistarla. Este es el mundo de las ciudades al cual se dirige el mensaje cristiano. ¿Qué va a ser realmente un servicio, una ayuda, una obra de liberación de la vida, de las energías, del amor en una situación así?

Muchas veces dentro de la rutina eclesial, los feligreses se preguntan: ¿cuáles son los servicios que deseamos prestar? Muchas veces, estos servicios no son realmente servicios, sino sólo actos que permiten tener una buena conciencia. Necesitamos partir de otra pregunta: ¿cuáles son las necesidades más urgentes? Muchas veces son necesidades morales, coraje, paciencia, perseverancia, autoafirmación, más que necesidades materiales. El gran déficit de los pobres es la falta de confianza en sí mismos, la falta de esperanza para esta vida, la falta de visión de grandes cosas, conformidad con lo poco que se tiene.

Referencia: Diaconía en la Ciudad, publicado en Diaconía en el contexto nordestino, Sergio Andrade y Rudolf Von Sinner, org, sinodal, p. 75-90, 2003.

 

[1] Para convencer-se basta reler a obra fundamental de Jürgen  MOLTMANN. Das Kommen Gottes, Gütersloh, 1997.

[2] Cf. José COMBLIN. O  povo de Deus. São Paulo : Paulus,  2002.

[3] Francis FUKUYAMA. The Great Disruption, London : Profile Books, 1999.

[4] Cf. José COMBLIN. Padre Ibiapina. São Paulo : Paulinas, 1993.

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