Diciembre 13, 2024

Unas líneas Amigas

 Unas líneas Amigas

Queridos amigas y amigos;
Les escribo estas líneas como amigo y como cura. Siento una responsabilidad pastoral por mi gente querida. El cataclismo de la Iglesia chilena es inaudito. Me frena decirles algo la poca autoridad que pueda tener yo, ya que soy de algún modo parte del problema y como pecador debiera quedarme callado. Pero prima en mí el cura. Recupero autoridad cuando pienso que algunos de uds. pueden estar muy abatidos y necesitados de una palabra de orientación.

Es normal que estos últimos meses, e incluso años, sintamos dolor por los abusos del clero y su encubrimiento. Dolor, desconcierto, indignación, ira, frustración e incluso ganas de dar un paso al lado. Es que por años venimos sintiendo una profunda orfandad. La incomunicación con la jerarquía eclesiástica no puede ser más honda. ¿Qué viene? ¿En quién confiar? Hace años que vengo estudiando estos temas y les confieso que no sé hacia dónde vamos. Lo que sí tengo claro es hacia dónde quiero ir yo. Esto lo comparto con uds.

Es este un momento extraordinariamente oportuno para vivir de la fe. Así de simple. Fe para aguantar la tempestad y más. No me deja tranquilo pensar que la tragedia de la institución eclesiástica tendrá que terminar para volver pronto a la normalidad. Este planteamiento no me gusta. ¿Volver a qué normalidad? ¿Para qué apurar el término de la tempestad? Independientemente de los abusos y escándalos del último tiempo, sabemos que los problemas eclesiales que tenemos son graves: liturgias insoportables, doctrina moral sexual obsoleta, posiciones clericales despiadadas frente a algunos temas de familia, participación en las decisiones de la Iglesia nula y lugar de la mujer muy por debajo de los estándares de la cultura actual. Y otras cosas más. Por esto no podemos esperar a que pase la tempestad para volver a lo anterior. Este mismo modo de ser Iglesia que se derrumba, es el que ha favorecido los abusos que lamentamos.

Este es un momento para vivir a fondo de la fe. Para bajar a los infiernos con Jesús y renacer con él como sucedió con los discípulos, la Magdalena a la cabeza. Hoy tenemos como nunca la posibilidad de vivir de la Pascua sin poder aferrarnos a ninguna otra seguridad. Fe y punto. A los que en algunos momentos se les quebró la familia, se pegaron un gran tropezón en la vida o algo parecido, lo entienden mejor que nadie. Si la fe los sacó adelante, saben que no hay que rendirse. A mí lo que está sucediendo incluso me da cierta alegría por entreveo la posibilidad de algo mejor. Siento esperanza. Por eso les escribo. Para animarlos.

Una fe pascual es la que se necesita para refundar la Iglesia sobre las bases que Jesús le puso. ¿Qué hacer? Confiar. Jesús no resucitó solo. Su Padre lo sacó de la muerte. Dios se encargará de nosotros. Es su problema. La Iglesia es la esposa de Cristo. Es su problema. ¿Por qué angustiarnos? Somos mucho más que nuestra pena. Jesús nos reconstruirá como Iglesia. ¿No es para alegrarse?

Miro a futuro. Llevadas las cosas a lo esencial, recuerdo que el Concilio Vaticano II nos dio una orientación que no hemos logrado implementar del todo: la Iglesia somos todos los bautizados y bautizadas, el pueblo de Dios que se encamina a su realización con los demás pueblos de la tierra. Los obispos y los curas no somos cualitativamente “más” que los laicos. Debiéramos estar al servicio del reino que es obra, en primer lugar, del mismo Jesús y obra a la que somos llamados los cristianos según el aporte que cada uno puede hacer. ¿En qué momento la Iglesia se reestructuró como una pirámide? Da lo mismo. Lo impresionante es que la pirámide se desploma. ¿Mala noticia? No, buena. Buena, eso sí, si recogemos los ladrillos y fabricamos otros más para edificar una iglesia en la que la participación laical sea decisiva.

Esto me parece clave. No sé qué irá a ser la Iglesia a futuro. Lo que es yo, trabajo para que se reconstituya a partir de comunidades, comunidades de los tipos más diversos, en las cuales la participación de todos sea fundamental. Es una convicción mía que, hasta aquí, la tengo chequeada en la realidad. Pertenezco a una comunidad de base que funciona así. El día que nosotros los curas y obispos aprendamos del quehacer cristiano del Pueblo de Dios, entonces podremos orientarlo con pertinencia. En la medida que no lo hemos hecho, nuestra prédica es impertinente. No viene al caso. Incluso puede hacer daño.

Comunidades y opción por los pobres. Estos dos focos, creo, son clave. Las comunidades pueden convertirse en reductos intimistas o en sectas, si no se abren, sobre todo si no incorporan en sus preocupación a los que suele excluirse o invisibilizarse. Nadie puede decir que en los cien metros a la redonda no haya un “pobre” a quien socorrer. ¡Si son tantos enfermos, la gente sola, los adictos, los maltratados en sus propias familias! Y qué decir de los políticamente pobres, los que son empobrecidos por la fábrica de pobreza que son nuestras sociedades. Estoy convencido de que una Iglesia que acuda fervorosamente a ayudar y a aprender de los pobres, será infinitamente mejor de la que tenemos. No estamos en cero. Hay muchas iniciativas laicales, voluntariados y solidaridades tan pequeñas como granos de mostaza que, por lo mismo, no aparecen en los medios.

Si tuviera energía suficiente, me gustaría acompañarlos de más cerca a uds. que colaboran con Jesús en su obra. No me da el cuero para mucho más. Lo que sí puedo darles es ánimo. No estamos solos. Les comparto mi fe. No me pongo como ejemplo de nada. Mucho de lo que les digo lo he tomado de uds. mismos y de mi conocimiento de la fe de los pobres.

Otra cosa y termino: en estos tiempos hay que rezar mucho. Pedir el Espíritu. Necesitamos visión y coraje.

Jorge Costadoat, S.J.

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