Abril 25, 2024

Desierto

 Desierto

En el desierto hacemos experiencia de intimidad. Nos enfrentamos cara a cara a Dios, a nosotros mismos, a nuestra realidad. En el desierto entramos en la dinámica del silencio que aturde, del silencio que no puede ser enclaustrado. Es como pretender encerrar a Dios. Dios y el Silencio se resisten a permanecer estáticos en un solo recinto. El desierto es el lugar del silencio, donde no hay nada. Pero ¿realmente no hay nada?

En hebreo, la palabra “desierto” se dice bamidvar, palabra que tiene como raíz la palabra midbar, que, a su vez, se relaciona con daber-dabar: hablar, palabras. Con ello, el desierto aparece como un lugar lleno de palabras, de cosas. Al Dios que encontramos en el desierto es Aquél que es capaz de contener en sí todas las cosas. Es un silencioso sonoro, una soledad polifónica, un contener en sí la realidad. Dios, en el desierto, contiene la historia como totalidad radical (Cf. Karl Rahner).

El poeta alemán Friederich Hölderlin en su poema “En el silencio” dice con una métrica sensible, espiritual y convocadora:

“En el desierto, árido paisaje del asombro,

donde paciente la inanición de los siluros espera,

en la tierra de las tormentas, donde negras y salvajes

las montañas miran absortas la fría coraza.

En la noche de verano, en los aires de la mañana,

suspira tu saludo de hermana de las arboledas,

sobre horribles tumbas del ligero sueño

la predilecta fortalece el beso de tus dioses”.

Hölderlin, “En el silencio”.

Para entrar en el desierto tenemos que tener la sensibilidad de contemplar pacientemente el saludo de la hermana en las arboledas. Entrar en la dinámica de la naturaleza humana del desierto implica el asombro del paisaje árido. Hölderlin, en otro poema llamado “La gloria” dice:

“La Armonía de Dios está enlazada, acompañando

a un oído glorioso, pues asombrosa

es la gloria de la vida inmensa y clara,

goce o no el hombre la fortuna”.

Hölderlin, “La gloria”

¿Estamos prestos a reconocer la Armonía de Dios? ¿somos capaces de pensar, abrazar y dejar que la Gloria de Dios nos abrace? ¿están nuestros oídos atentos a los susurros del árido paisaje?

En la precariedad del desierto, que como hemos visto no es un vacío sino una multitud de experiencias, reconocemos la importancia del amparo, de la coexistencia con otros. El filósofo español Josep María Esquirol reconoce que el desierto es una metáfora de la vida humana. Dice Esquirol: “pero existimos con los otros. Dicho de otro modo: es precisamente en medio de la planicie desértica donde el rostro del otro aparece como tal pidiendo acogida. Mi voluntad, expresada en ese gesto hacia el otro, es voluntad en el desierto; es voluntad debida precisamente al desierto” (Esquirol, La resistencia íntima, 2015). En el desierto experimentamos cómo Dios nos va saliendo recurrentemente al encuentro, que su Presencia nos sostiene en medio del desamparo. El rostro del otro provoca una experiencia de la acogida, del sobresalto, de lo nuevo (Lévinas). Son las experiencias límites las que animan el caminar por el desierto: la muerte, el amor, la amistad, la vida. Al estar en el desierto nos hacemos conscientes de la necesidad del amparo. El Dios Silencio nos abraza con calor de Padre-Madre en el desierto sonoro.

Jesús caminó al desierto luego de su bautismo. La cuaresma es la travesía por el desierto junto a Jesús. La Iglesia debe aprender a entrar al desierto, para que experimentando su precariedad pueda confiar nuevamente en el amparo y en la interrelación con su Maestro, con su único Maestro. El anhelo del alma humana que se encamina al desierto para escuchar en el silencio al Silencio de Dios.

En el desierto de la cuaresma no accedemos al mutismo de Dios, sino al Silencio que antecede a la Palabra, al susurro que es manto misterioso del sonido divino. El susurro de Dios que pasa por afuera de la cueva del monte (1 Reyes 19) es la donación del desierto. En el silencio dejamos que las cosas hablen, que Dios hable en las cosas, que Dios nos hable de las cosas. Con el silencio y el desierto somos capaces de valorar lo cotidiano, que es un auténtico lugar de Dios, de su palabra y manifestación. Hölderlin: “la gloria está enlazada con un oído glorioso”, un oído atento y sensible, dispuesto y acompasado, calmado y místico.

¿Estamos capacitándonos para acoger esta riqueza que, por ser tan cotidiana, nos es familiarmente salvadora?

Juan Pablo Espinosa Arce

Educador y teólogo

Editor