El desafío de salir de la propia tierra / María José Torres
Reflexión en Memoria de la Hna. Isa Sola, asesinada recientemente en Puerto Príncipe (N d R).
La vida, y por lo tanto la vida religiosa que buscamos, no es algo estático, no es un punto de llegada, un resultado que pretendemos conseguir. Es movimiento, es camino hecho de aprendizaje y fidelidad. Un continuo salir hacia lo desconocido, fiados en la promesa de que algo bueno está aconteciendo. “La tierra que yo te mostraré” es esa tierra prometida que ya nos habita y que se nos irá mostrando en la fidelidad de la búsqueda.
Se nos invita a vivir haciendo camino hacia nuestras raíces. La vida religiosa nace de un deseo, de un anhelo, de una seducción, en momentos en los que el cristianismo tiende a oficializarse. Nace como protesta que intenta ser propuesta humilde de vida cristiana en la desnudez y la intemperie del desierto, de la periferia y de la frontera, confesando de este modo lo absoluto de Dios por encima de los ídolos que oprimen y quiebran la humanidad.
Un camino de purificación de lo que todavía nos queda de una espiritualidad dualista y triunfalista, basada en el privilegio de una elección, en la suficiencia de lo cuantitativo, mucho más cercana a la del fariseo que a la del publicano del evangelio, para adentrarnos en una espiritualidad más pascual, más profundamente humana, más conectada con la vida.
Un camino, que es una continua salida hacia otros lugares geográficos y simbólicos que, en alusión a la conocida evocación de Jon Sobrino4, podríamos expresar como un triple desplazamiento. Hacia el desierto, periferia y frontera.
a) Hacia el desierto: desde lo superficial hacia lo hondo.
El desierto es el lugar simbólico y geográfico de la soledad, de la prueba, de la experiencia de Dios en la desnudez de lo esencial. Salir hacia el desierto nos habla de una manera de vivir contemplativa, en la que vamos dejando lo acomodado en lo superficial, para acoger la realidad y nuestro propio ser desde lo hondo. Una manera de vivir desde dentro, desde la soledad y autenticidad de la búsqueda, que nos introduce en un proceso humanizador permitiendo que nuestro ser entero se vaya polarizando en el Dios del Mundo.
Esto supone un camino interior que va dejando caer miedos, racionalizaciones y deseos que paralizan para irnos abriendo a la experiencia de Dios desde nuestra verdad desnuda. Un camino contemplativo que nos abre a la realidad, nos lleva a taladrar lo superficial y nos permite intuir el misterio de la realidad misma: el latido humanizador de Dios en las ansias profundas de la humanidad y en los gritos de la naturaleza.
La salida hacia el desierto es una experiencia que lentamente va unificando y fortaleciendo nuestra existencia y haciendo posible la libertad y la osadía para obedecer y desobedecer, para decir sí y para decir no cuando la causa de Dios lo requiere. Va afinando nuestra sensibilidad para acoger y acompañar los desiertos de inhumanidad y sufrimiento y abriendo las “antenas” de nuestro ser para percibir y apoyar la esperanza de que “otro mundo es posible”.
b) Hacia la periferia: desde los centros de poder hacia lugares de impotencia.
Las periferias son esos lugares geográficos y simbólicos desprotegidos, donde se respira, se palpa la impotencia de personas y colectivos, a quienes se les niega todo poder, incluso el de poder ser y vivir dignamente.
Salir hacia la periferia es una manera de vivir desplazándonos existencialmente hacia los márgenes, dejando alianzas con el poder económico, social, eclesial y con las causas que siempre benefician a los de arriba. Supone apostar decididamente por la causa de la justicia y la paz, entrelazar nuestras vidas con la gente sencilla, con los que no tienen voz, con las personas y los colectivos que luchan cada día por la supervivencia.
Para tener garra profética en el “centro de la ciudad”, para poder tener una palabra creíble, la vida religiosa necesita llevar muy viva en el corazón la herencia de los márgenes y la llamada de los que buscan una nueva esperanza. En estos lugares periféricos, en la reciprocidad del dar y recibir, a los religiosos y religiosas se nos ofrece un precioso regalo: se nos devuelve la memoria peligrosa de Jesús.
c) Hacia la frontera: desde la seguridad de lo conocido hacia la intemperie de la mediación.
Las fronteras son esos lugares geográficos y simbólicos en los que lo diferente entra en contacto. Así hablamos de fronteras entre países vecinos, entre el norte y el sur, entre razas, ideologías, religiones y culturas, entre creyentes y no creyentes, mujeres y varones, homosexuales y heterosexuales, entre un tú y un yo. Las fronteras son lugares de cruce de posibilidades y conflictos: verja, muro, separación, lucha, muerte… o lugares de encuentro, diálogo, comunión, en los que puede nacer algo nuevo.
La salida hacia las fronteras supone arriesgarse a lo desconocido, es una manera de vivir que resiste la intemperie de la mediación que supone un continuo descentramiento y aprendizaje de relación en reciprocidad. Una forma de vivir que pertenece a la esencia misma de una vida religiosa lleva en su seno la vocación a la comunión: la comunidad como forma de estar en la vida. A menudo tenemos el peligro de reducir esta vocación a un ámbito encerrado y sólo nuestro.
Sin embargo, el verdadero sentido de nuestro ser comunitario es la llamada a ser mediación de comunión en la humanidad: estar en las fronteras de la vida suscitando, encarando conflictos y apoyando el enriquecimiento mutuo desde el que puede surgir lo nuevo.
En esta triple y única salida, en este proceso circular real y utópico y en el modo de vivir al que nos invita, podemos descubrir el “ecosistema” adecuado para la vida religiosa. Ese lugar, geográfico y simbólico, en el que esta planta exótica, algo rara y tan delicada que somos, encuentra su propia tierra, su propio “lugar en el mundo”.
Cuando la vida religiosa es trasplantada a modos de vivir superficiales, se acomoda en centros de poder o se instala en la seguridad de lo ya conocido, poco a poco se va perdiendo de sí misma y la memoria peligrosa de Jesús de la que es portadora, se va convirtiendo en memoria domesticada, tranquilizadora, mantenedora de lo que hay y puede llegar a ser más “administradora de penuria” que vigía atenta y comprometida del Dios de la Vida.
María José Torres, Ap. C.J.
Fe Adulta – Reflexión y Liberación