Amigo de pecadores
No fue la acogida a los impuros lo que provocó más escándalo y hostilidad hacia Jesús, sino su amistad con los pecadores.
Nunca había ocurrido algo parecido en la historia de Israel. Ningún profeta se había acercado a ellos con esa actitud de respeto, amistad y simpatía. Lo de Jesús era inaudito. El recuerdo que había dejado el Bautista era muy diferente. Su máxima preocupación había sido acabar con el pecado que contaminaba a todo el pueblo y ponía en peligro la Alianza con Dios. Era el mayor mal y la desgracia más grande para todos. El pecado estaba irritando a Dios y desencadenando su «ira». ¿Podía haber algo más importante que denunciar a los pecadores, recordarles el castigo que los amenazaba y poner en marcha un gran rito de purificación y penitencia para sacarlos de su pecado?
La actuación del Bautista no escandalizó a nadie. Era lo que se esperaba de un profeta, defensor de la Alianza del pueblo con Dios. Pero la conducta de Jesús es sorprendente. No habla del pecado como algo que está provocando la ira divina. Al contrario, en el reino de Dios hay también sitio para los pecadores y las prostitutas. No se dirige a ellos en nombre de un juez irritado por tanta ofensa, sino imitando su amor entrañable de Padre. ¿Cómo puede acoger junto a sí a publícanos y pecadores sin ponerles condición alguna? ¿Cómo un hombre de Dios los puede aceptar como amigos? ¿Cómo se atreve a comer con ellos? Este comportamiento es seguramente el rasgo más provocativo de Jesús. Ningún profeta había actuado así. Tampoco las comunidades cristianas se atreverán más tarde a tanta tolerancia con los pecadores.
¿Quiénes eran estos pecadores? En tiempos de Jesús se llamaba así a un grupo especial y bien reconocible de personas con determinados rasgos sociológicos. No hay que confundirlos con el pueblo ignorante, que, al no conocer los innumerables preceptos de la ley, no los cumplían, al menos en su integridad, ni con tanta gente del campo que, después de caer en estado de impureza, descuidaban los ritos preceptivos de purificación. Tampoco hemos de identificar sin más a los pecadores con ciertas listas de oficios que eran objeto de desprecio, sobre todo por parte de los sectores fariseos más rigoristas. Los «pecadores» son más bien personas que han transgredido la Alianza de manera deliberada, sin que se observe en ellos signo alguno de arrepentimiento . No se le aplica a cualquiera ese calificativo. «Pecadores» son los que rechazan la Alianza con Dios desobedeciendo radicalmente la ley: los que profanan el culto, los que desprecian el gran día de la Expiación, los delincuentes, los que colaboraban con Roma en la opresión al pueblo judío, los usureros y estafadores, y las prostitutas. Se los considera como personas que viven fuera de la Alianza, traicionan al Dios de Israel y quedan excluidas de la salvación. Son «los perdidos».
De ellos habla Jesús en sus parábolas.
Junto a los pecadores, las fuentes hablan constantemente de otro grupo: «los publícanos». A Jesús se le acusa de comer con «pecadores y publícanos», y al menos un publicano perteneció al grupo de sus amigos más cercanos. ¿Quiénes son estos «publícanos» tan estrechamente asociados al grupo de los «pecadores»? No han de ser confundidos con los recaudadores de tributos e impuestos directos del Imperio sobre las tierras y los productos del campo. Roma confiaba esa tarea a familias prestigiosas bien seleccionadas que respondían con su fortuna de su cobro eficaz. Naturalmente, estos funcionarios del fisco romano actuaban de manera implacable buscando al mismo tiempo el máximo lucro para ellos mismos.
Los «publícanos» que aparecen en los evangelios son los recaudadores que cobran los impuestos de las mercancías y derechos de tránsito en las calzadas importantes, puentes o puertas de algunas ciudades. Pero no hay que confundir a los grandes recaudadores o «jefes de publícanos», que han logrado que se les conceda el control de estos peajes y derechos de aduana en una determinada región, con sus esclavos y demás subordinados que se sientan en los puestos de cobro. Estos «publícanos» constituyen un colectivo formado por gentes que no han podido encontrar un medio mejor para subsistir. Este trabajo, considerado como una actividad propia de ladrones y gente poco honesta, era tan despreciado que a veces se recurría a esclavos. Estos son los «publícanos» que encuentra Jesús en su camino. Constituyen un grupo típico de pecadores desprestigiado socialmente: el equivalente tal vez del grupo de «prostitutas» en el campo de las mujeres.
Asimismo, Jesús escandaliza también por relacionarse con mujeres de mala fama, provenientes de los estratos más bajos de la sociedad. En las ciudades de cierta importancia, las prostitutas trabajaban en pequeños burdeles regidos por esclavos; la mayor parte eran también esclavas, vendidas a veces por sus propios padres. Las prostitutas que vagaban por las aldeas eran casi siempre mujeres repudiadas o viudas sin protector, que se acercaban a fiestas y banquetes en busca de clientes. Al parecer, son estas quienes se acercan a las comidas que se organizaban en torno a Jesús.
Lo que más escandaliza no es verle en compañía de gente pecadora y poco respetable, sino observar que se sienta con ellos a la mesa. Estas comidas con «pecadores» son uno de los rasgos más sorprendentes y originales de Jesús, quizá el que más lo diferencia de todos sus contemporáneos y de todos los profetas y maestros del pasado. Los pecadores son sus compañeros de mesa, los publicanos y prostitutas gozan de su amistad. Es difícil encontrar algo parecido en alguien considerado por todos como un «hombre de Dios». Sin duda es un gesto provocativo, buscado intencionadamente por Jesús. Un gesto simbólico que generó una reacción inmediata contra él. Las fuentes recogen fielmente primero la sorpresa: «¿Qué? ¿Es que come con los publicanos y pecadores?». ¿No guarda las debidas distancias? ¡Qué vergüenza! Luego las acusaciones, el rechazo y el descrédito: «Ahí tenéis un comilón, bebedor de vino, amigo de pecadores». ¿Cómo puede comportarse así?
El asunto es explosivo. Sentarse a la mesa con alguien siempre es una prueba de respeto, confianza y amistad. No se come con cualquiera; cada uno come con los suyos. Compartir la misma mesa quiere decir que se pertenece al mismo grupo, y que, por tanto, se marcan las diferencias con otros. Los gentiles comen con los gentiles, los judíos con los judíos, los varones con los varones, las mujeres con las mujeres; los ricos con los ricos; los pobres con los pobres. No se come con cualquiera ni de cualquier manera. Y menos cuando se quiere observar la santidad propia del verdadero Israel. En la secta de Qumrán, la comida era el centro de la vida comunitaria; ningún extraño a la comunidad podía tomar parte en ella; incluso los mismos miembros se sometían a rigurosas purificaciones antes de sentarse a la mesa; la comida transcurría según un detallado ritual que fijaba el lugar de cada uno según la estructura jerárquica de la comunidad. En los sectores radicales de los grupos fariseos, los comensales se lavaban previamente las manos, excluían a los ritualmente impuros y se aseguraban de que se había pagado el diezmo de todos los alimentos que se iban a servir. Con estas reglas de la mesa, cada grupo excluye a los extraños, consolida su propia identidad y manifiesta su visión del verdadero Israel.
Jesús sorprende a todos al sentarse a comer con cualquiera. Su mesa está abierta a todos: nadie se ha de sentir excluido. No hace falta ser puro; no es necesario limpiarse las manos. Puede compartir su mesa gente poco respetable; incluso los pecadores que viven olvidados de la Alianza. Jesús no excluye a nadie. En el reino de Dios todo ha de ser diferente: la misericordia sustituye a la santidad. No hay que reunirse en torno a mesas separadas. El reino de Dios es una mesa abierta donde pueden sentarse a comer hasta los pecadores. Jesús quiere comunicar a todos lo que él vive en su corazón cuando se sienta a la mesa con publicanos, pecadores, mendigos, enfermos recién curados o gentes indeseables y de dudosa moralidad: les cuenta la parábola de un hombre que organizó una gran cena y no descansó hasta ver su casa llena de invitados:Un hombre dio una gran cena y convidó a muchos; a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los invitados: «Venid, que ya está todo preparado». Pero todos a una empezaron a excusarse. El primero le dijo: «He comprado un campo y tengo que ir a verlo; te ruego me dispenses». Y otro dijo: «He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego me dispenses». Otro dijo: «Me acabo de casar y por eso no puedo ir».
Regresó el siervo y se lo contó a su señor. Entonces el dueño de la casa, airado, dijo a su siervo: «Sal enseguida a las plazas y calles de la ciudad, y haz entrar aquí a los pobres y lisiados, a ciegos y cojos». Dijo el siervo: «Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía hay sitio». Dijo el señor al siervo: «Sal a los caminos y cercas, y obliga a entrar hasta que se llene mi casa».
Jesús comienza a hablar de una «gran cena» organizada por un señor. Sin duda es un hombre rico y con medios. Como es natural, no invita a cualquiera. Llama a los suyos: amigos ricos e influyentes. El banquete servirá para estrechar más los lazos de amistad y solidaridad entre ellos. El honor del anfitrión se verá incrementado por la asistencia de tales comensales, y estos podrán asegurarse también en adelante su favor y padrinazgo. Los que están escuchando a Jesús saben que ellos nunca podrán tomar parte en un banquete de tanta categoría. El señor convida a todos con suficiente antelación. Así habrá tiempo para cuidar los preparativos, y los convidados podrán ir conociendo más detalles de la fiesta y de los invitados que asistirán a ella. Llegado el día, el señor envía de nuevo a su siervo para confirmarles la invitación: «Todo está ya preparado. Pueden ir viniendo». Era un gesto de cortesía que se acostumbraba entre gentes muy ricas.
Sorprendentemente, todos sin excepción comienzan a excusarse. No presentan razones consistentes. Uno dice que ha comprado un campo y quiere ir a verlo, pero, ¿quién compra un campo en aquella tierra tan desigual sin conocer antes cómo es y qué se puede sembrar en él? Otro se disculpa porque ha comprado diez bueyes y quiere ir a probarlos, pero ¿quién compra unos bueyes sin comprobar su fuerza y ver si pueden trabajar bajo el mismo yugo? Otro afirma que se acaba de casar y, naturalmente, no puede acudir, pero, ¿no lo sabía ya cuando, días antes, recibió la invitación? El siervo comprueba que nadie irá a la fiesta. ¿Cómo se atreven a humillar así al señor que los invitó dejándolo solo? ¿Tan importantes son sus negocios e intereses? Algo de esto piensan, tal vez, quienes están escuchando a Jesús: si ellos recibieran un día una invitación parecida, seguro que la aprovecharían.
El señor de la parábola reacciona de forma inesperada. Habrá banquete por encima de todo. De pronto se le ha ocurrido una idea insólita. Invitará a los que nunca invita nadie: «los pobres y lisiados, los ciegos y cojos», gentes miserables que no le pueden aportar honor alguno. Para llamarlos, el siervo tendrá que adentrarse por «plazuelas y callejas» de los barrios pobres de la ciudad, alejados de la zona reservada a la élite. Los oyentes escuchan sorprendidos: ¿Qué va a ser esa cena donde se rompen todas las normas exigidas por el honor y el código de pureza? Su sorpresa será pronto mayor. Al ver que todavía hay sitio, el señor da una orden asombrosa: el siervo saldrá fuera de la ciudad, por «los caminos y las cercas» que separan las propiedades para llamar a toda esa gente que vive como puede junto a las murallas. La mayoría son forasteros y gentes de mala reputación, no pertenecen a la ciudad, tampoco son propiamente campesinos. El siervo los tiene que «obligar a entrar» en la casa, pues jamás se hubieran atrevido a penetrar en la ciudad hasta el barrio residencial de la élite.
¿Qué está diciendo Jesús? ¿A quién se le puede ocurrir hacer un banquete abierto a todos, sin listas de invitados, sin normas de honor y códigos de pureza, donde se admite incluso a desconocidos? ¿Será así el reino de Dios? ¿Una mesa abierta a todos sin condiciones: hombres y mujeres; puros e impuros; buenos y malos? ¿Una fiesta donde Dios se verá rodeado de gente pobre e indeseable, sin dignidad ni honor alguno?
El mensaje de Jesús era tan seductor que resultaba increíble. Pero Jesús habla con fe total: Dios es así. No quiere quedarse eternamente solo en medio de una «sala vacía». Está preparada una gran fiesta abierta a todos, porque a todos siente él como amigos y amigas, dignos de compartir su mesa. El gozo de Dios es que los pobres y despreciados, los indeseables y pecadores puedan disfrutar junto a él. Jesús lo está ya viviendo desde ahora. Por eso celebra con gozo cenas y comidas con los que la sociedad desprecia y margina. ¡Los que no han sido invitados por nadie, un día se sentarán a la mesa con Dios!
José Antonio Pagola
(Extracto del libro “Jesús: aproximación histórica”. Ed. PPC – Madrid)