El impacto de Lutero en la Iglesia Católica
Martín Lutero debe ser el personaje más impresionante e influyente en los últimos 500 años en el Occidente cristiano. El año 1517 clavó 95 tesis reformistas en las puertas de la catedral de Wittenberg, comenzando así un distanciamiento progresivo de la Iglesia Católica romana. La ruptura final fue apurada por los conflictos políticos entre Carlos V, los príncipes alemanes y el papado.
Hoy las iglesias de la Reforma luterana y católica han avanzado notablemente en el camino de la reconciliación, tras años de discordias e incluso guerras religiosas. Ecumenismo se ha llamado el movimiento en búsqueda de la unidad perdida, movimiento que recibió un impulso formidable en el Concilio Vaticano II (1962-1965). Es así que en distintas partes del mundo se conmemora todo lo que Lutero ha significado.
Hablo de lo que conozco más de cerca: el impacto positivo de la Reforma en la Iglesia latinoamericana. Este se deja ver en la importancia dada a partir del Concilio a la Palabra de Dios, al bautismo como el común denominador de la única Iglesia de Cristo, al carácter de servicio de los ministerios y cargos, a la libertad de los cristianos para pensar y expresarse y, por ende, a la posibilidad de exigir reformas religiosas. Los católicos agradecen a los luteranos todos estos valores, recuperados de la más antigua tradición de la Iglesia (cf. declaración conjunta: Del Conflicto a la comunión, 2013). Los protestantes, por su parte, tendrán que reconocer de los católicos que se es fiel a la Escritura cuando se la conserva en una tradición interpretativa que, para ser verdaderamente plural, requiere de una autoridad que cuide la comunión.
En particular conozco de cerca el influjo benigno de los protestantes en algunos movimientos ecuménicos y en las comunidades eclesiales de base de la Iglesia popular en América Latina. En nuestro medio hemos conocido al Movimiento carismático en el que mucha gente ha podido experimentar a un Dios cercano y amoroso, un Dios que sana, al que se le ora en el Espíritu Santo, Espíritu que une a la comunidad y le hace alabar con alegría. Algo parecido puede decirse de Fondacio, que además de estas características tiene una apertura enorme a todos tipo de personas y espiritualidades, y una gran aspiración de solidaridad social.
Siempre de un modo indirecto, el protestantismo ha inspirado a las comunidades eclesiales de base promovidas por la Iglesia latinoamericana y la Teología de la liberación. En ellas el ícono ha sido el pueblo sencillo con la Biblia en las manos. La Iglesia liberadora en América Latina puso la Escritura a disposición de los campesinos y obreros, de gente ignorada y explotada para que descubrieran que ella había sido escrita preferencialmente para ellos, para que creyeran en el Dios de la vida y de los pobres, el Dios que rechaza todo tipo de opresiones. Muchas de esas personas, de hecho, aprendieron a leer con la Biblia. Esta, probablemente en varios casos, fue único libro que hubo en sus casas. En la Iglesia popular latinoamericana la Palabra de Dios ha ayudado a los pobres a comprender sus vidas, a caer en la cuenta que la pobreza no es una fatalidad sino la consecuencia exacta de un tipo de capitalismo despiadado y a reconocer su igual valer con todos los seres humanos. Estos católicos han llegado a ser adultos gracias a su fe, adultez que algún día tendrían que adquirir el resto de los católicos, laicos, sacerdotes y obispos, víctimas del clericalismo que el Papa Francisco no se cansa de atacar.
Se cumplen 500 años de la Reforma. Bien haríamos los chilenos en levantar la mirada, dejar de lado por un rato las discordias por los episodios del último Te Deum, y agradecer a los hermanos y hermanas evangélicos todo lo que Chile les debe. Hagamos memoria de las personas que ellos han rescatado de las adicciones, de los enfermos y encarcelados que recibieron una palabra de esperanza, de los profetas que guitarra en mano, parados en las esquinas predicando en el desierto, nos han hecho creer que es posible un mundo mejor. Los que han podido participar en sus comunidades han conocido a un Dios que justifica gratuitamente, en concreto, que valida a las personas no por sus apellidos o su capacidad de consumo, sino porque Cristo las ama. A la tradición luterana se le debe en gran medida que los seres humanos nos validemos unos a otros por una dignidad trascendente.
Jorge Costadoat, SJ